Acaban de otorgarle el premio Reina Sofía al poeta leonés Antonio Colinas, vecino ilustre de Fuente Encalada. Dicho galardón es el reconocimiento a toda una obra poética en el ámbito iberoamericano. Yo tampoco dudaría un instante en premiar a un autor que es capaz de llevarnos con sus versos "a donde mueren las arias de Haëndell".

Hace veintitrés años también le fue concedido al poeta zamorano Claudio Rodríguez. Ambos autores coinciden en el oficio y en temas recurrentes: La luz de Castilla es un deslumbramiento compartido.

El poeta leonés titula uno de sus libros "El crujido de la luz".

Nuestro paisano, Claudio, se estrenó en el arte de la metáfora con estos versos:

" Siempre la claridad viene del cielo / es un don, no se halla entre las cosas / sino muy por encima y las ocupa / haciendo de ello vida y labor propias".

Era muy joven cuando empezó a escribir ese libro transcendental en la historia de la poesía española del siglo XX titulado "Don de la ebriedad".

Vicente Aleixandre (Premio Nobel de Literatura 1977) tras leer el poemario y reconocer su altísima calidad vino a decir que lo encontraba más propio de un san Juan de la Cruz exclaustrado que de un mozo de 18 años; los que cumplía nuestro poeta cuando firmó su pieza maestra.

Después, la admiración mutua se trocó en amistad, como la que entabló Aleixandre, años antes, con Miguel Hernández, jovencísimo poeta también, que llegaba a Madrid y a la casa del poeta malagueño en alpargatas. En el Madrid de los años setenta iba yo al trabajo mejor calzado pero embutido en el Metro y embebido en Aleixandre, al que leía sujeto como un murciélago. En medio de prisas y apreturas conseguía salvarme del estrés gracias al autor de "La destrucción o el amor", "Espadas como labios", "Sombra del paraíso"...

Se lo conté por carta al tiempo que le felicitaba por su reciente y glorioso galardón. No esperaba respuesta a una misiva más de los centenares que le llegarían con tal motivo. Pero menos de un año después me temblaban las manos abriendo un sobre con el remite del genio. Era el gran Aleixandre, el amigo de Lorca y M. Hernández, de Dámaso y Alberti, de Guillén, Gerardo Diego y de Claudio, el joven superdotado del verso. Ahora leía esa carta que atesoro, esa pequeña epístola que él dirigía, en respuesta a un español desconocido:

"...el que leía "La destrucción o el amor" en los vagones del Metro con una pasión pura e intacta. ¡Qué hermoso es ver al que inmerso en la emoción de una lectura se hace casi sagrado e invulnerable".

Poco después leía yo también a Claudio en los mismos túneles que dibujan bajo tierra el hormiguero humano de Madrid de donde salía a la vuelta del trabajo... "Cuando me daba cuenta de lo fácil que había sido todo, ya el jornal ganado y volvía a casa alegre y sintiendo que alguien empuñaba su aldabón y no era en vano".

Así quiero terminar, parafraseando los versos de nuestro poeta, enamorado de la luz de su tierra, que es la nuestra, y al que descubrí, en su esplendor lírico, en las galerías obreras de la ciudad cuyo cielo hoy le cobija.