Ya han comenzado a entonar el canto nupcial las cigarras, mientras las tormentas nocturnas aplacan la sed de la tierra y anuncian el cálido estío. En agosto, cuando esperemos la llegada de la noche entre palmeras y estrellas, el candidato que más apoyo ha concitado entre los electores quiere dejar de estar en funciones y formar gobierno con mando, aunque sea en minoría. Esta vez, aseguran los áulicos, aceptará el encargo del rey para presentarse a la investidura. Para ello, ha empezado la ronda de contactos con todos los grupos políticos con representación parlamentaria, dispuesto a encajar ahora los denuestos y repudios que no quiso recibir en enero. El tiempo todo lo cambia, dicen. Han pasado siete meses y el escenario es distinto. Rajoy necesita el apoyo del PSOE o al menos su abstención para facilitar su investidura, y está dispuesto a ofrecerle a Sánchez la fórmula de gran coalición o de gobierno paritario. De no ser así, pide su abstención para lograr un acuerdo de mínimos que aporte la necesaria "estabilidad política e institucional" y afronte las tareas urgentes de fijar el techo de gasto de las administraciones, aprobar los presupuestos generales del Estado y cumplir con los compromisos europeos. Como contrapartida, ha anunciado su disponibilidad para abordar por consenso cuantas reformas pretenda, sin olvidar la constitucional, pero tanto Sánchez, como Rivera, Iglesias y el resto llevan en la manga el no por entrada. "Desde las fronteras han venido algunos diciendo que no existen más bárbaros. Y ahora ya sin bárbaros, ¿qué será de nosotros?", dice Cavafis.

Sin duda, todos los presidentes de la democracia han sido reformistas, desde el gran reformador que fue Adolfo Suárez, hasta Rodríguez Zapatero, José M.ª Aznar, Felipe González e incluso Calvo Sotelo, durante cuyo mandato se aprobó la tan esperada Ley del Divorcio. El único que hasta ayer hizo de la reforma el antónimo de la estabilidad y la certidumbre ha sido Rajoy, a pesar de haber aprobado reformas como la laboral y la de educación -de tanta contestación social-, y de dar el apoyo parlamentario a Rodríguez Zapatero en 2011 para la reforma constitucional que limitaba el déficit público, sin consulta a la ciudadanía. Muchas han sido, pues, las reformas que se han aprobado durante todos estos años de andadura democrática, pero ninguna abordó la menor enmienda del marco jurídico que permitiera a los ciudadanos un mayor control sobre la selección de los gobernantes y sus decisiones.

Inevitable peaje de la Transición, a los partidos políticos se les concedió de facto -que no de jure- el monopolio de la representación política, exigiéndoles a cambio la condición de ser "democráticos en su organización y funcionamiento", para de este modo encauzar las demandas políticas de los ciudadanos y permitir su participación en los asuntos públicos. Sin embargo, ni en la Constitución ni en la Ley de Partidos se explicita el significado de esa obvia condición. Así, mientras unos creen que la cooptación es un método de selección democrático, otros piensan que las primarias de un único candidato también lo son. "Ha triunfado la democracia -proclamó Susana Díaz al ser elegida secretaria regional de los socialistas andaluces-. No hemos tenido que votar". Ni en la citada ley, ni en el artículo 6.º de la Constitución, se mencionan la ineludible competencia electoral, la libertad pasiva y activa del elector o la igualdad del valor de su voto, requisitos imprescindibles para que su funcionamiento tenga, al menos, formalidad democrática. El resultado es que nuestros partidos políticos han devenido en organizaciones endogámicas en las que los cargos y las candidaturas se deciden en los despachos y no en las urnas, propiciando de este modo el nepotismo, el clientelismo y la corrupción.

Podremos cambiar la ley electoral para que sea más proporcional, mejorar los sistema de selección de los miembros de la judicatura para aumentar su grado de independencia o permitir una mayor libertad de elección del elector al abrir las listas electorales y desbloquearlas; pero si no logramos que los partidos políticos se ciñan al procedimiento democrático en la selección de sus dirigentes, poco habremos avanzado. Porque si difícil es que quien fue elegido por un método no democrático gestione los asuntos comunes con un talante que sí lo es, más aún será que respete sus propias promesas y trate de satisfacer las expectativas y demandas de los electores.