Aunque quizá no resulte políticamente correcto, lo cierto es que los votantes de las democracias, desde las más consolidadas a las más recientes, emiten su voto sin atender en nada, o casi en nada, a los programas de las formaciones políticas, de manera que el voto se deposita en función de factores ajenos al programa electoral, que vendría a ser el equivalente al contrato que suscriben los políticos con los ciudadanos, como pueden ser el carisma, las soflamas en campaña, los intereses particulares, o la tradición, personal o familiar, de votar a un partido, y de ahí que hoy en día, donde el índice de alfabetización de la población en los países con democracias plenamente asentadas como EE UU o los países europeos ronda el 100% sigan siendo precisos los mítines, entrevistas y demás parafernalia que rodea las campañas electorales cuando, en realidad, bastaría con que los partidos publicitasen sus programas y la población, plenamente capacitada para ello, los leyese. Sin embargo, la realidad es que del conjunto de votantes pocos son quienes acuden a depositar su voto conociendo mínimamente el programa electoral del partido al que votan, y no digamos del resto. Esta situación, grave en sí misma, deviene, entre otras, en tres consecuencias especialmente preocupantes.

La primera es que la campaña electoral se convierte en un mercadillo donde cada cual ofrece su producto, que puede ir variando en función del mercado, en este caso, las encuestas o los acontecimientos que vayan ocurriendo, o, sencillamente, los intereses personales, de tal manera que se suceden propuestas, cada vez más populistas, que proclaman el qué, pero no el cómo ni, por supuesto, el cuánto. Así, incrementar y abaratar los puestos escolares, aumentar los hospitales, reducir el paro, o subir las pensiones, surgen en este mercadillo electoral y, obviamente, quién no va a estar a favor. De esta manera, quien mejor oferta haga tendrá más posibilidades de ganar el voto y luego ya veremos cómo se solventa el cómo se va a ejecutar lo prometido, cuánto costará y quién pagará el coste, eso si es que se hace. Pero esto ya dará igual, porque siempre quedará un factor ajeno a quien culpabilizar de la imposibilidad de llevar a cabo lo dicho en un mitin electoral.

Y esto nos lleva a la segunda consecuencia, el progresivo asentamiento de los populismos desde la derecha a la izquierda, de Donald J. Trump a Nicolás Maduro, pasando por Jean-Marie Le Pen o, en territorio nacional, Pablo Iglesias. Todos ellos comparten un punto en común: identificar de manera simplista, pero fácilmente reconocible para los ciudadanos, a los causantes de todos los males y que estos, incluso físicamente, sean enormemente visibles. Los extranjeros para Trump y Le Pen; EE UU y el PP español para Maduro, o la corrupción del PP para Pablo Iglesias. Y así, con este simplismo, tan cercano al planteamiento hitleriano de los judíos son los culpables, van ganando adeptos para su causa, entre otras razones porque la gran mayoría de la población prefiere instalarse en el confort, aunque sea falso o endeble, que produce el maniqueísmo: unos son buenos y otros malos.

Pero hay una tercera consecuencia, ligada a las anteriores, que en los últimos años está prosperando con el peligro que, en mi opinión, tiene: la creencia de que la democracia es exclusivamente votar y que, por tanto, cuantas más veces se convoque a votar más democracia hay. La falacia es de una enormidad apabullante. Porque la democracia es que los electores elijan, en función de la oferta realizada y del conocimiento de la misma, a quienes consideren que mejor pueden representar sus intereses y los de su país y, por supuesto, refrendar o no en las siguientes elecciones con el voto el éxito o fracaso del desarrollo del programa electoral que votaron. Lo demás es pura demagogia, pero de consecuencias tremendas en algunos casos como el reciente "brexit". ¿A santo de qué David Cameron convoca un referéndum de salida de la UE que no lleva en su programa, salida a la que es contrario y que en el mismo no se fijan los mínimos necesarios para que la propuesta sea aceptada? La respuesta viene, y he ahí su gravedad, de la incapacidad de gobernar una vez asentado en el poder, lo que no es solo un problema del señor Cameron. Cuando los políticos alcanzan el poder sin el refrendo de una ideología forjada, asimilada y publicitada y cuando anteponen su estatus al bienestar de su país, en cuanto surgen voces o situaciones que consideran que pueden poner en peligro su puesto, o que en sí mismas son de especial relevancia, en lugar de, como gobernantes democráticamente elegidos, tomar una decisión de acuerdo a los parámetros con lo que se les eligió y, por ende, afrontando las consecuencias que puedan devenir en términos políticos, optan por trasladar al pueblo, disfrazándolo de democracia, la responsabilidad de la decisión, de manera que cualquiera que sea el resultado les exime de responsabilidad pues el pueblo, dueño y señor de la democracia, así lo ha querido.

Puestas así las cosas, o los ciudadanos decidimos ser más exigentes con los programas electorales, tanto en la concreción de su contenido como en nuestro propio análisis, y sancionamos con nuestro voto todo aquello que consideremos más oportuno, o la democracia bien puede reducirse a elegir a unos gestores y que estos nos vayan preguntando en cada momento qué es lo que queremos hacer. Pero esto último no es una democracia, sino una irresponsabilidad para ocultar la incompetencia de quienes quieren dirigir un país. Y esto último, en España, acabamos de vivirlo en forma de dos elecciones consecutivas y quién sabe si no serán tres.

Luis M. Esteban Martín

(Zamora)