Cuentan que en la noche del sábado, atraído por la bulla que montaba Zamora en su honor, san Pedro decidió bajarse un rato. Lo hacía animado por dos de sus más destacados ángeles del coro, Camarón y Enrique Morente, que le habían insistido en que prestara oído a un cantaor, que el duende flamenco andaba suelto por la plaza de la Catedral. Le pusieron, sin embargo, una condición si quería que le guardaran entretanto las llaves, que dejara las puertas del Cielo entreabiertas para poder escuchar, subidos en el Carro de la Osa Mayor. De forma que aquel hueco creaba corriente y así azotaba el viento cuando el de Badalona subió al escenario.

El cantaor apechugó -"que no saben lo que es cantar y que te entre aire frío", "que hace un frío de coj..."- con el vendaval sumado a la fiesta en plan niño impertinente que pretende apagar las velas del cumpleaños del Festival Flamenco antes de tiempo. Y qué querías Miguel Poveda, si te ibas por "Aires de Cai" y al rato por fandangos de Huelva, a Levante y a Poniente no les quedaba otra que rivalizar para menear los plátanos de los jardines de la Catedral. Pediste un beso y un abrazo de alguno del público, que intentaba arroparte desde las sillas cual manta zamorana. Aunque hubo de ser una gentil dama la que se acercara para proteger esa garganta prodigiosa con su fular carmesí, "flamenco", dijiste tú, que, dispuesto a darlo todo, te habías despojado la chaquetilla y andabas, valiente, en mangas de camisa "arremangás". Que el hábito no hará al monje, pero hace que reluzcan los luceros. Lloraba la guitarra de Chicuelo cuando te fuiste por mineras para acordarte de tu padre, Francisco, que en la gloria está, chivó desde arriba algún arcángel. Y con el público en pie y las farolas ya encendidas, cinco, como tenía que ser, nos regalaste una despedida de copla, de la "Bien Pagá" a "Mis tres puñales". Cómo resonaban los versos de Rafael de León, transportados por un torrente de voz, hasta dejar traspasados miles de corazones y los vellos como escarpias. Y dicen que allá arriba, Mairena se quitó el sombrero y los tacones de Carmen Amaya, catalana como tú, resonaron contra el tablao de los espacios infinitos donde suspiraban a un tiempo dos Molina, Manuel y Miguel. Así refulgían las estrellas sobre la cúpula de la Catedral de esta, tuya para siempre, Zamora.