Después de seis meses de zozobra, puede que hoy mucha gente se pregunte por qué y para qué votar. Y ya que ni el ser humano, ni la ciencia, ni la religión han sido capaces de responder a aquello de quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos, tratemos, aunque solo sea por un minuto, de hallar razonamientos en clave política.

Si han pretendido despejar la incógnita atendiendo a las explicaciones de los expertos y aspirantes a la cosa pública, se habrán quedado prácticamente donde estaban. Veamos: Ciudadanos sueña en convertirse con la llave que abre todos los cofres, el Partido Socialista añora la energía de hace décadas al tiempo que intenta erigirse como exclusivo exponente de la izquierda razonable, el Partido Popular lucha como nunca por el voto útil y Unidos Podemos se desgañita por convencer al electorado de las maldades del envilecido capitalismo y el neoliberalismo. Todos nos dicen que son la única alternativa posible y que tienen la llave del proceso reformista que necesita España. Cierto es que, por lo visto y escuchado, resulta difícil hacer un llamamiento al voto con convicción indesmayable. Y todo esto en un momento en el que, para colmo de males, los británicos acaban de decidir que se les acabó el amor por la Unión Europea y que ellos, que son hijos de la Gran Bretaña, no solo conducen por la izquierda, sino que cogen el camino que les da la gana para ir a ninguna parte.

Destapar el frasco el euroescepticismo ha provocado un aluvión de reacciones a pocas horas de que abran de nuevo los colegios electorales en España. Un aldabonazo más contra la insensatez que nos rodea y que esperemos recuperar, dando una lección de cordura democrática y evitando unas nuevas elecciones generales antes de que termine este raro 2016. No lo aguantaríamos ni nosotros, ni nuestro sentido común ni, parafraseando a Mariano Rajoy, nuestro ridículo.

Así pues, ante una realidad tan inquietante, ¿por qué votar hoy? Sinceramente, hay muchas y buenas razones para ello. La primera, porque a los dirigentes políticos no les vendría mal que se miraran en el espejo ejemplar de la ciudadanía a la que pretenden representar. Deberíamos demostrarles, con la fuerza de los votos, que quienes tienen bien pegados los pies a la tierra sí creen en la fortaleza de un país, en las bondades del consenso y en la madurez de una sociedad que se merece tener al frente de las instituciones a los mejores servidores públicos. Y la segunda, porque no tiene el menor sentido echar a los demás luego las culpas de nuestra falta de arrojo, que es lo que sería hacer un corte de mangas a nuestro propio derecho al voto.

Somos el conjunto de todos los ciudadanos quienes tenemos el poder de decisión y no ejercitarlo supondría volver a los tiempos en los que las oligarquías decidían a su antojo lo que estaba bien y lo que estaba mal mientras la gran mayoría de la población asentía en silencio.

Créanme, el voto se parece a la comida de un ciclista. Puede que no apetezca, pero es necesario para seguir adelante en las mejores condiciones posibles. Es imprescindible para escalar los duros puertos del desarrollo y la convivencia en paz, para sustentar un sistema de derechos y deberes sin desfallecer en el intento. No deberíamos, por ello, eludir su ingesta si no queremos arriesgarnos a sufrir una de esas temidas pájaras que acabaría por obligarnos a poner pie a tierra en mitad de la carrera.

Por eso, y por tantas y tantas otras razones, hoy nos toca hablar de nuevo a nosotros, depositando el voto en la urna. Recuerden, el silencio daría alas a la incertidumbre, a la sinrazón y a esos conspicuos agoreros que predicen el agotamiento de nuestro sistema de libertades.