No solo por el atomizado arco parlamentario que han dibujado las últimas encuestas electorales, sino también por el enconado y antagónico posicionamiento que mantienen los principales líderes políticos, no es descabellado pensar que nos encaminamos hacia las terceras elecciones generales en tan solo un año. Un hecho que, de confirmarse, sería un insulto a la propia inteligencia y revelaría el fracaso de los partidos, incapaces de llegar a acuerdos de gobierno en beneficio de todos los ciudadanos.

Ese probable escenario, que ojalá no acabe por materializarse, pone sobre la mesa cuestiones que tampoco debemos pasar por alto y, mucho menos, la clase dirigente. Porque tiempo ha habido en legislaturas pasadas, con mayorías absolutas tanto del PP como del PSOE, como para promover reformas, incluida la del sistema electoral. Esa manida apelación de unos y otros al alto consenso que presidió los primeros años de la transición para poder afrontar con determinación los profundos cambios en nuestras reglas de convivencia era ya una burda maniobra de escapismo y, lo que es peor, ahora ya se antoja como una auténtica entelequia. Si entonces, con un cómodo colchón parlamentario del llamado bipartidismo, las reformas necesarias (sistema electoral, Senado, elección del Consejo General del Poder Judicial?) habrían pasado el filtro sin excesivos problemas, hoy en día parece un objetivo difícil de conseguir, por no decir imposible.

Y ya puestos, por si, finalmente, se cumplen esos malos augurios tras el 26-J, con la consiguiente apertura de otro semestre de inestabilidad institucional hasta la celebración de nuevos comicios generales -¡los terceros en doce meses!- allá por diciembre, no estaría de más que, al menos, sus señorías revisaran a la baja su salario. Una remuneración que ronda los 5.000 euros de media por barba al mes y que perciben por una labor legislativa que, nuevamente, quedaría aparcada y diluida en el limbo de unas largas e infructuosas negociaciones. Y a las pruebas nos remitimos.