Leyendo anécdotas de la Campaña de Egipto que Napoleón llevaba a cabo en 1799, vemos que las relaciones entre el emperador y su esposa eran una apasionante historia de amor y celos. En el transcurso del tiempo que duró el matrimonio, desde 1796 hasta que se divorciaron en 1810 porque ella no podía darle un hijo al "Pequeño Corso", fueron muy pocas las ocasiones que tuvieron para hacer el amor en debida forma para lograr la deseada procreación. Enzarzado como andaba en continuas batallas, Napoleón mostraba estar muy enamorado de Josefina enviándole hasta tres cartas diarias en las que le preguntaba si ella le amaba, si le estaba siendo fiel y si era o no atractivo para ella. Por su parte, según el historiador británico Andrew Roberts, Josefina andaba en su Francia natal en los brazos de otros hombres con los que mantenía las relaciones íntimas que no podía realizar con el emperador.

A oídos del soberano llegaban con frecuencia chismorreos sobre el comportamiento de su mujer, Josefina. Bonaparte, que era extremada y violentamente celoso, se lamentaba del engaño y amenazaba constantemente con el divorcio. Los celos obsesionaban al héroe de Austerlitz, en ocasiones se pasaba hasta tres días sin ver a su esposa, mientras que Josefina, terrible derrochadora, se desahogaba comprando vestidos, sombreros y galas.

Las seis damas francesas adscritas al servicio de la emperatriz, tenían a sus órdenes a seis camareras que solo entraban en la alcoba de Josefina previo aviso, obedeciendo instrucciones de Napoleón. La misión principal que les estaba encomendada, consistía en seguir los pasos de la emperatriz sin abandonarla jamás. Entraban en su aposento antes de que se levantara y la abandonaban cuando se metía en el lecho. Quedaban entonces cerradas todas las puertas que daban a la alcoba, excepto la que comunicaba con la otra estancia donde dormía una de las damas. Napoleón tenía que pasar por aquel cuarto siempre que deseaba ver a su esposa.

El emperador no quería que ningún hombre, salvo muy raras excepciones, pudiera jactarse de haber hablado a solas ni dos minutos con Josefina.

El modisto de la emperatriz no le probó nunca los trajes. Este hombre, llamado Leroy, los confeccionaba en un taller, con arreglo a un maniquí que tenía las medidas de la soberana. Las camareras le comunicaban las modificaciones que había de introducir en el vestido. Y lo mismo que del sastre puede decirse del zapatero, del corsetero, etc... Ninguno de ellos veía a la emperatriz, por mandato expreso del celoso Napoleón. Así lo aseguraba el señor Constanz, ayuda de cámara del "gran soldado".