Ya empezó la fanfarria y el jovial retumbo de los megáfonos inundará nuestras calles de sones carnavalescos y bravatas populistas. El debate racional está asegurado con las diatribas y dicterios que cada candidato ha memorizado ante el espejo y reproducirá inspirado en los platós de televisión o gritará enfebrecido en las plazas. Es la fiesta de la democracia, la alegría de poder elegir a nuestros gobernantes, de poner nuestro granito de arena para construir un nuevo país y un tiempo nuevo. Aburrido país del rigor y la certidumbre, de la estabilidad y el bienestar conseguido, sensato y tranquilo del cambio o populista y ominoso del consumo de bajo coste y sin atrezo. Se venden valores y sueños como ayer se vendían perchas y armarios. ¿Acaso pesa menos la esperanza de un futuro fantástico que la tristeza o el desencanto de lo ya conocido?

La consigna, el eslogan, la diatriba y la soflama nos seducen, nos elevan del suelo como hojas mecidas por el viento, convencidos de que la culpa de nuestros males siempre es de otro y de que nuestra vida cambiará si seguimos la estela del líder carismático. Rajoy nos advierte contra quienes quieren arruinar nuestro progreso, la recuperación, la unidad frente a los disolventes separatistas, la estabilidad. Somos el país que más crece de Europa, en el que más empleo se crea, donde más inversiones se realizan, y todo esto gracias a las reformas iniciadas por su Gobierno, dice. Sánchez señala a Rajoy y a su Gobierno como la causa de todos los males y aboga por un cambio de progreso, y Rivera aspira a ser clave para la formación del nuevo Gobierno y la garantía de que las cosas no continúen como hasta ahora, que se corrijan los desmanes y se regeneren las instituciones, que se acabe con la injusticia y la desigualdad. Ambos quieren el cambio, sin rupturas, mejorando lo que tenemos, sin tirar por tierra el bienestar conseguido ni olvidar el malestar generado. Pero no pocos españoles son desconfiados del poder, incrédulos de su bondad y magnificencia, más ahora que hemos sufrido la peor crisis económica en muchos años en festiva colusión con el fraude y el despilfarro. Iglesias y su gente lo saben, y hurgan en la herida del sufrimiento. Lo nuevo se ha hecho viejo, y la izquierda y la derecha, esa vieja disputa de las manos a la que aludía León Felipe, vuelve añorante a marcar nuestro destino. Vuelve el triunfo de los extremos.

Me dice un amigo escéptico, de esos que nunca han votado porque no creen que el voto pueda cambiar nada -es decir, algo-, que los nuevos políticos que ambicionan el poder se visten de pobres para perpetuar el engaño: "No me fío de esos que vienen con la camisa arremangada y el sobaco sudado, pero tampoco de aquellos que llevan años sentados en los despachos con corbata y chaqueta. Todos, unos y otros, viven de nuestro trabajo, y no colmarán su ambición hasta dejarnos sin aliento. Donde dicen digo, dirán Diego".

Poco importan las contradicciones, las traiciones a la memoria, las negativas de hoy a lo que ayer afirmaban con orgullo. Ya no recuerda Rajoy su feroz alegato contra el IVA, al que calificaba de exacción; ni la promesa de bajar los impuestos poco antes de ganar las elecciones del 2011, que después subió; ni el anuncio de abordar la reforma de la Administración y suprimir duplicidades y disfunciones allí donde las hubiere, de la que pronto se olvidó. Tampoco se acuerda Iglesias del elogio de las armas, siendo ahora tan pacifista; ni del repudio de la propiedad privada, ni de la denostada libertad de prensa, ni de su pretensión de sumisión de los jueces, ni del juego de trileros de la izquierda y la derecha, pues necesita a ambas pillar asiento, y no le incomoda declararse comunista para terminar transmutado, por arte de birlibirloque, en nuevo socialdemócrata y genuino marxista (de Groucho). Esos son sus principios, pero si ustedes quieren -y el país lo necesita-, puede cambiarlos.

"Las cosas no mejoran por el ánimo de las personas, sino por los cambios en las leyes que nos demos", le digo a mi amigo, y él me replica: "Leyes son lo que sobran. Habría que derogar unas cuantas. Pero gobiernen unos u otros, tú y yo seguiremos igual de pobres". Después, se despide con sorna citando a Falstaff: "Y la audacia, ¿seguirá burlada por el herrumbroso freno de esa vieja farsante que es la ley?".

Ha llegado el momento de ganar nuestra confianza. Todos los candidatos nos dirán cuanto queramos escuchar, y nos regalamos el oído con la esperanza del sueño o la rabia del dicterio. Bajarán los impuestos, subirán las pensiones y el salario mínimo, apoyarán a las familias y aumentará el empleo, garantizarán una renta mínima para todos y redistribuirán la riqueza, obligando a las grandes fortunas a correr con el gasto. No, no será fácil orientarse en este mercadillo de chollos y rebajas, utopías y sueños envueltos en celofán o presentados en catálogo comercial. Pero nada cambiará si los nuevos gobernantes dejan en el cajón de los deseos perdurables las necesarias reformas y olvidan el sufrimiento ciudadano y su desencanto.