Más allá incluso de los méritos científico-tecnológicos del premiado, y del soberbio ejemplo de superación personal que representa, el premio Princesa de Asturias a Hugh Herr, creador de "prótesis biónicas inteligentes, controlables por el cerebro", es una llamada de atención hacia ese primer punto de contacto físico, y de coexistencia civil, entre lo humano y lo cibernético, entre el cuerpo y el robot, ejecutando modelos que estaban ya en el imaginario fantástico, y que son menos invasivos de nuestra naturaleza que la manipulación genética. Es, también, un acto de culto hacia el genio más genuino del hombre, o sea, su rebeldía frente a la ley primordial de la vulnerabilidad y el perecimiento del cuerpo. Y evoca, en fin, en el plano del simbolismo, la culminación benéfica de la Edad de los Metales en la que en el fondo aún vivimos (la maléfica sería, por ejemplo, una bomba de racimo).