Cuando oímos decir que alguien es senador, no podemos por menos que desviar el pensamiento hacia algo realmente importante, porque, sin darnos cuenta llegamos a asociarlo con el prestigio. Y es que nos traiciona el subconsciente, porque nos acordamos de los senadores americanos, esos que se curran el puesto a golpe de mitin, y de cumplir las promesas contraídas con sus electores por ser catapultados hasta el Capitolio.

Pero nada más lejos de la realidad, pues las diferencias entre los senadores americanos y los españoles son tan notables que no admiten parangón. Basta revisar los currículos de algunos de ellos para ver que existen notables diferencias. Véase, por ejemplo, el del senador Sanders y se comprobará que se trata de otra dimensión, de otra galaxia: estaríamos hablando de diferentes perfiles, diferentes funciones, diferente la forma de trabajárselo; por no parecerse no se parecen ni en el nivel de colesterol o de acido úrico.

En EE UU solo existen cien senadores, dos por Estado, mientras que en España tenemos doscientos sesenta y seis: cuatro por provincia, y uno adicional por cada cien mil habitantes. Todos los senadores americanos son elegidos por los ciudadanos, mientras que en nuestro país, cincuenta y ocho son elegidos por el dedo de las Autonomías, y el resto, por el exclusivo interés de los partidos políticos. Los senadores americanos, en contraposición con los españoles, cuentan con un gran contenido ya que, más o menos, el cincuenta por ciento de las leyes aprobadas en USA son cosa de la Cámara Alta, o sea, del Senado, mientras que nuestra cámara tiene tan escasa relevancia que no tiene la última palabra en nada, de ahí su inutilidad e inoperancia.

Desconozco cuál es el grado de protección que ofrecen las leyes americanas para con sus senadores, si es que existe alguna, pero aquí, en el "reino de Jauja" nuestros senadores gozan de inviolabilidad (Art. 71.1 de la Constitución y 21 del R.S.), de inmunidad (Art. 71.2 de la Constitución y 22 del R.S.) además de un fuero especial para ser juzgados.

En USA hay un senador por cada tres millones de habitantes, en contraposición con España, donde hay uno por cada doscientos setenta mil, o en Zamora uno por cada cuarenta y cinco mil, setenta veces más de lo que le correspondería a un habitante de Minnesota, por poner por caso; un lujo que nosotros si podemos permitirnos, pero no así el deprimido y depauperado pueblo americano. De manera que, no hay que explicar por qué ser senador en España es un chollo, una bicoca, en la que por no hacer nada, se adquiere un título y un pastón como salario.

El Senado nos cuesta a los españoles cincuenta y dos millones de euros al año y su rendimiento tiende a cero, ya que tal y como se encuentra concebido solo sirve como cementerio de elefantes de los partidos políticos o para pagar vaya usted a saber qué favores a determinados cuadros, a razón de cinco mil euros al mes. Teniendo en cuenta tales características, a los senadores españoles, al menos, cabría pedirles que estuvieran adornados de ciertos méritos que los hiciera homologables a personajes de prestigio, pero eso solo se da en contadas ocasiones, porque ¿dónde están sus poderes? que hubiera dicho el Cardenal Cisneros, ¿cuántas empresas han dirigido, cuántas investigaciones han realizado, cuántos libros han escrito, en que países se les conoce?

Se prescindió del Senado por mayoría absoluta en 1931, durante la II República, merced a la actuación de un gobierno socialista, de manera que existen antecedentes que demuestran que cuando se quiere se puede. Pero ahora no interesa a los partidos prescindir de un estamento innecesario, porque de hacerlo, se les acabaría uno de los chollos que tiene montado el sistema. Prueba de ello es que ni las siglas más emergentes han movido un dedo para eliminarlo. De hecho, aquellos que se van dando de rompedores y anticasta están como locos por formar una alianza con el PSOE para poder controlarlo a su antojo.

Continuar con esta farsa es el deseo de la clase política, hasta el extremo que lo más que ha llegado a plantearse ha sido algún pequeño toqueteo para seguir vistiendo el muñeco. Pero no se trata de eso, se trata de decidir si hace falta o no, y en función de la respuesta obrar en consecuencia.