En fecha reciente, el papa Francisco respondía a una pregunta que le hicieron sobre la posibilidad de ordenar mujeres con funciones de diácono, tema que trató en la Audiencia con la Unión Internacional de Superioras Generales. Al parecer, la respuesta dejaba entrever que podía estudiarse el asunto en el seno de los responsables de la Iglesia.

Al día siguiente, todos los medios de comunicación comentaban cómo podría ser el diaconado femenino; se especulaba sobre si podrían unir matrimonios, bautizar y otras funciones propias de los diáconos. Enseguida salieron al paso réplicas de altos dignatarios del Vaticano explicando que no era posible la ordenación femenina con cometidos sacerdotales, que habían sido mal interpretadas las declaraciones del papa y que no había lugar a discutir sobre el tema.

En la Iglesia primitiva se puede ver, a través del Nuevo Testamento, que las mujeres desempeñaban determinadas funciones, tareas asignadas a las diaconisas que eran muy análogas a las de los diáconos. San Pablo habla de ellas en su epístola a los Romanos. El nombre de diaconisas se refería a ciertas mujeres devotas, consagradas al servicio de la Iglesia y que hacían a las mujeres el servicio que no podían prestarles los diáconos con decencia; por ejemplo, en el bautismo que se confería por inmersión a las mujeres. Realmente, no está claro que a las mujeres se les ordenase en ningún momento.

La jerarquía eclesiástica alemana habló de la posibilidad de restablecer el oficio de las diaconisas cuando en 1981 pidió a la Santa Sede que estudiara la posibilidad de restablecer este orden sacerdotal.

Lo que es indudable es el hecho de que la mujer viene ejerciendo misiones auxiliares en la Iglesia como puede ser repartir la Comunión y otras muchas labores misioneras que todos podemos comprobar a diario.

Puede que este asunto no sea tema para analizar por quienes somos poco ilustrados en materia de Religión; pero como católico me creo con derecho a conocer cuantas novedades surjan en la vida religiosa y que afecten al ejercicio del creyente.

Al considerar la posibilidad de existencia de diaconisas, viene a cuento la leyenda de la papisa Juana: En tiempos posteriores a León IV (847-855) el inglés John de Mainz ocupó la silla papal dos años, siete meses y cuatro días. Él era, supuestamente, una mujer. En su juventud fue llevada a Atenas con ropas de hombre por su amante y allí fue tal su avance en el aprendizaje que nadie la igualaba. Llegó a Roma, donde enseñó ciencias y atrajo así la atención de intelectuales. Gozó del mayor respeto por su conducta y erudición y finalmente fue seleccionada como papa, pero, quedando embarazada de uno de sus asistentes de confianza, dio a luz un niño durante una procesión desde San Pedro a Letrán. Allí murió casi de inmediato y se dice que fue enterrada en el mismo sitio. Se dice también que, en sus procesiones, los papas siempre evitaban este camino, al parecer, por animadversión a esta desgracia.