Si algo diferente va a tener la campaña electoral para el 26-J es que conocemos, como nunca antes, el perfil político de cada uno de los principales líderes y las virtudes y vergüenzas de cada formación en liza. Los cuatro escasos meses que van desde los comicios del 20 de diciembre hasta la disolución de las cámaras el pasado 2 de mayo han servido no solo para constatar la exigua temporalidad que puede ofrecer una legislatura, sino lo antagónico que puede ser el escenario político español, en el que la confrontación ideológica pesa bastante menos que la falta de empatía personal. Por no ser, no han sido capaces ni siquiera de pactar un acuerdo para reducir los 130 millones de euros que costará el inminente proceso electoral, certificando una vez más el anacronismo que caracteriza a los nuevos actores y la incongruencia entre la realidad y los mensajes políticos.

Así las cosas, dudo mucho que cuando lleguemos al 25 de junio, víspera de la apertura de los colegios electorales, haya cambiado algo y, mucho menos, que conozcamos media docena de propuestas concretas y veraces sobre lo que va a hacer cada partido si llega al Gobierno. Sin duda, y esto es lo peor, asistiremos a un recrudecimiento de las descalificaciones personales en un ambiente no apto para menores de edad y en el que todo vale por un puñado de votos. Es triste comprobar cómo los políticos que deberían dar ejemplo están en muchos casos a la altura de las abyectas trifulcas de barrio, mientras son los pequeños municipios y ayuntamientos los que anteponen el poder de la palabra y del consenso por encima de intereses partidistas. Creo sinceramente que los ciudadanos nos merecemos que quienes aspiran a representarnos en lo más alto del poder sepan escuchar, porque esa y no otra es la verdadera antesala del diálogo. Y sin diálogo no hay nada, solo voces corales de la partitura del despropósito y la desazón. Aún están a tiempo de afinar, pero mucho me temo que la única canción que quieren interpretar es la que ya conocemos. ¡Qué pena de campaña!