Todas las voces especializadas apuntan a que España necesita una reforma fiscal en profundidad para conseguir un sistema tributario más simple y equitativo. Sin embargo, esta sencilla ecuación, aplicada ya desde los tiempos del Paleolítico, sigue siendo el eterno caballo de batalla en todas las economías que, legítimamente, preconizan el justo equilibrio entre lo que debe aportar cada miembro de una sociedad a la caja común y la reversión de ese tributo para el bienestar colectivo.

Visto así parecería una cuestión de coser y cantar, tanto que cada uno contribuiría en proporción a lo que luego recibe y viceversa. Pero la ecuación se complica como lo demuestra de manera reiterada la propia historia. Uno por uno ya no es uno. Y no lo es porque la cuota por contribuyente ya no sirve para compensar ni su propia prestación social, sino que precisa cubrir la de otros muchos. Dicho de esta forma tan escueta, estaríamos ante una actitud insolidaria, poniéndonos de perfil frente a la injusticia que supone discriminar a unas personas en detrimento de otras. Y nada más lejos de mi intención.

Ahora bien, todo lo anterior pone de manifiesto la existencia de graves lagunas en el sistema impositivo, que regula el compromiso fiscal de personas físicas y jurídicas en nuestro país. Por ello, y dejando para otro momento los repugnantes episodios de corrupción y de evasiones de capital, de frecuentes corruptelas y de impunes economías sumergidas, no estaría de más que la clase política abandone "el juego de tronos" con el que lleva tiempo entreteniéndose y, de una vez por todas, se ponga en serio a trabajar sobre la materia antes de que se produzca una convulsión de tal calibre que las pensiones, la sanidad y la educación sean insostenibles de mantener.

Necesitamos un Estado fuerte y eficiente, con una economía competitiva capaz de generar un crecimiento sostenido, con servicios públicos de calidad y en el que prime la igualdad de oportunidades y la justicia social. Pero igualmente urge un sistema impositivo que elimine la desigualdad entre los contribuyentes con similares patrones de actividad.

La falta de equidad que refleja el actual sistema es notoria y afecta tanto al colectivo de autónomos como al que aglutina a la pequeña y mediana empresa, que demandan una mayor uniformidad en el modelo contributivo para equiparar las reglas del juego del tejido productivo global. Sería también un primer paso para conseguir una distribución más equitativa de los recursos que, además, permitiría avanzar en ese imprescindible crecimiento sostenible, aportando a la par mayor capacidad de reacción contra el fraude.

Pero la realidad es otra bien distinta y al incongruente modelo impositivo precede la sinrazón administrativa en forma de interminables trabas burocráticas que convierten en un auténtico disparate la hoja de ruta por la que debe transitar cualquier empresa. No es de recibo que el tiempo de creación de una sociedad en España sea el triple que en otros países avanzados y mucho menos cuando desde el sector público se apela constantemente a la eficiencia empresarial como clave para ganar competitividad. ¿No debería de ser eficiente la propia Administración, empezando por simplificar la enorme dispersión normativa que dificulta extraordinariamente esa competitividad? ¿Qué sentido tiene mantener miles de leyes que, entre otros efectos, sepultan muchas iniciativas empresariales en una vergonzosa montaña de papeles?

No lo duden, la flexibilidad y la necesaria colaboración público-privado empieza por ahí y mientras eso no se corrija difícilmente podremos avanzar hacia un modelo impositivo más justo que genere más recursos, incida en la productividad y facilite la creación de empleo.