Ocurre con mucha más frecuencia de la que pudiera suponerse. Igual que las personas, los lugares pueden descubrirnos realidades de cuya valía no nos percatábamos a primera vista. Nos topamos a diario con personas cuya apariencia es por completo anodina. Y cuando las tratamos, vamos descubriendo en ellas valores que nos dejan alucinados por la sorpresa. Lo mismo nos sucede con los lugares. Su situación fuera de las rutas ordinarias nos hace pensar que nadie se ha ocupado de poner en ellos un valor que lo haga apetecible para que parte de nuestra vida transcurra en él. Y mucho más si las personas o las circunstancias han ayudado a ese desconocimiento inicial.

Seguramente así ha ocurrido con ciudades como nuestra Zamora. El hecho de estar situada en esta alejada parte occidental de Europa, lindera de la vecina Portugal, de la que se ve separada por el caudaloso Duero, en parte, y por la desigualdad del terreno en otros lugares, hace que nuestra tierra haya sido desconocida incluso por personas cuya curiosidad ha sido dirigida a lugares menos interesantes; pero mucho más accesibles. Ha contribuido a esta situación la especie de compleja humildad que nos aqueja a la mayor parte de los zamoranos que andamos por el mundo. Vamos convencidos de nuestra pequeñez y rara vez nos atrevemos a levantar la voz en son de reivindicación. Confieso que me ha ocurrido a mí mismo en alguno de los centros universitarios en los que me he movido; llegué acomplejado envidiando la notoria superioridad de algunos otros centros, más conocidos que aquel desde el cual llegaba yo. Hablo en concreto, por mi parte, del Seminario Diocesano de Zamora; por la parte contraria, de seminarios célebres, como los de Calahorra y Vitoria. Fue necesario que transcurriera algún tiempo para que me diera cuenta de que nada tenía que envidiar en la mayor parte de los aspectos: me valoraron, incluso, superior a ellos en algunos aspectos. Y hubo un momento en que, ante una discusión entablada entre ellos, con relación a sus valorados seminarios de procedencia, levanté mi voz para decir, ufano: "Pues mi lugar de procedencia, el Seminario de Zamora, no tiene tanto predicamento como los vuestros; pero, para mí, es el mejor, porque es el mío. Y, si me apuráis, puede dar lecciones en cuanto a la formación que nos ha proporcionado". Desde aquel momento, yo perdí mi complejo; y ellos me valoraron y concedieron una gran estima.

Muy buena prueba de lo que he dicho, con relación a Zamora, es presentada por la actitud de los turoperadores internacionales cuyos clientes han venido a Zamora. Han solicitado esos turoperadores que se prolonguen a treinta días las estancias en Zamora; que se confeccionen paquetes de estancias para un mes. Y son, precisamente, los turoperadores quienes mejor saben valorar las posibilidades de satisfacción que se puede encontrar en un lugar ajeno a la residencia habitual de los viajeros.

Pero, sobre Zamora, podríamos encontrar numerosos ejemplos. Yo conocí, durante mi estancia en Zamora, a dos grandes profesionales que. Llegando desde otros lugares de España (uno de Extremadura y otro de las Vascongadas) se afincaron en Zamora de por vida: Uno fue el canónigo magistral, don Francisco Romero López, que, desde Zamora, consiguió ser considerado uno de los mejores -no me atrevo a decir "el mejor"- magistrales de España. Del otro, el que llegó a ser canónigo, después de muchísimos años y cursos de maestro de Capilla de la Catedral y profesor de Música en el Seminario y en la Escuela Normal, tengo una anécdota muy significativa: Habiendo convocado Radio Nacional de España un Concurso nacional para emitir una obra musical en honor del papa Pío XII, el ganador del concurso fue don Gaspar de Arabaolaza y Gorospe, maestro de Capilla de la Catedral de Zamora. Como tal ganador del concurso, debía ir a Madrid a dirigir los ensayos y la emisión de su obra. Y, con tal ocasión, algún directivo de la Radio, asombrado, le preguntó: "Don Gaspar: ¿qué hace usted en Zamora?". Con su estoicismo vasco, le respondió don Gaspar: "¡Esto! "A sus discípulos nos lo explicó: "Si estuviera en Madrid -nos dijo- tendría que atender a comisiones de concursos y director de conciertos. En modo alguno tendría la tranquilidad y el sosiego, que tengo en Zamora, para realizar la obra que presenté al concurso". ¡Y llevaba en Zamora desde aquel lejano año en que, siendo aún subdiácono, ganó la oposición a maestro de capilla de la Catedral! Murió en Zamora allá por el año 1958. A eso se llama estimar la permanencia en una ciudad, pequeña y con frecuencia olvidada.