Yo lo digo. Habiendo transcurrido más de 75 años desde que salí de aquella dehesa, para la ciudad de Toro en primer lugar y más tarde a muchos otros lugares, cada vez que me asomo, en Toro, al Espolón dirijo la mirada al oriente y al fondo. Llegan a mi recuerdo aquellos pocos años felices, a pesar de haber llegado allí muy impresionado por la pérdida de mi joven madre biológica, sustituida ya por la que durante 64 años ocupó, muy dignamente, su lugar. Mis dos hermanos completaban la familia y un numeroso grupo de niños y niñas los compañeros en la rudimentaria escuela que ocupaba la habitación más espaciosa de nuestra vivienda. Allí mi padre desempeñaba su profesión, obligatoriamente privada, en espera de una revisión de su expediente, que tardó hasta completar los 11 años de su destitución.

Siempre han sido muy escasos los medios de los que se ha dispuesto en ambientes como aquel de Timulos, la extensa dehesa que, dentro del término municipal de Toro, limitaba con Villafranca de Duero, último pueblo de Valladolid y miraba, estando el Duero por medio, a San Román de Hornija, pueblo también vallisoletano. Pero con aquellos medios casi desprovistos de carácter lúdico, nuestra vida discurría llena de ocupaciones satisfactorias. La semana estaba ocupada por la asistencia a la escuela, mañana y tarde, con el solaz del recreo y, después de la merienda, con el juego divertido, haciendo gala de las habilidades muy desarrolladas en aquella vida campestre: corríamos unas veces con los aros, accionados por medio de "guías" rudimentarias, hechas a mano por nosotros mismos; otras veces organizábamos carreras a pie, bordeando la fachada de las viviendas, favorecidos por la cuesta que arrancaba del Canal de San José y terminaba algo lejos, después de bordear los edificios principales. Si teníamos la suerte de que hubieran dejado amontonada la parte larga de las mieses libres de espiga, o que hubieran apilado el heno cortado para alimento de las bestias, aquello servía de gozoso escondite, igual que la vegetación que rodeaba la extensa huerta detrás de aquellos edificios. Y, llegada la noche, había que recogerse para cenar y acostarse pronto para estar descansados la jornada siguiente. Hay que saber que no existía la televisión y hasta los aparatos de radio eran muy escasos. El aparato de carburo sustituía la luz eléctrica inexistente. Aunque suene pobre, aquello era: comer, estudiar, jugar y dormir.

El domingo y los festivos, como no había escuela, nos dedicábamos cada cual a sus aficiones preferidas, cada cual según sus posibilidades y capacidad para distracciones. Personalmente, aprovechaba la facilidad que me brindaban mis vecinos -arrendatarios de la parte apta para la labranza- o los que vivían algo más lejos -arrendatarios de la parte destinada a la ganadería-; y satisfacía mi afición a "correr los caballos". Me había entrenado haciendo trotar a la burra que tenía mi abuelo materno en La Hiniesta; pero aquello nada tenía que ver con la velocidad serena del "Velico", que los Espada habían traído de Méjico, o los otros caballos más saltones y menos veloces. Del "Velico" recuerdo especialmente dos anécdotas: Un día sorprendió mi negligencia y me tiró dando la vuelta en la carrera para incorporarse al lugar donde les "echaban de come"; la caída, sobre suelo endurecido por las pisadas de las bestias, no me resultó dolorosa, porque salí rodando. Otro día se me desbocó y lo dejé correr, campo a través, en dirección al, allí lejano, Canal de San José. Corría "a pelo"; y cuando ya iba a saltar hacia el canal, me agaché y, dándole un puñetazo en el hocico, conseguí que diera la vuelta y galopara de nuevo en dirección al Duero. Entró, por fin, en el río; y, cuando comenzó a nadar, hice que diera la vuelta y, ya al paso, me dirigí al lugar donde me esperaba el vaquero. Lo menos agradable de la mañana fue advertir que, por mi ausencia y un descuido del vaquero, el ganado había hecho estragos en el melonar que yo cuidaba por encargo de mi padre. Otros domingos, todos los chicos "íbamos a nidos" por el bosque y los más ágiles nos encargábamos de subir a los árboles, mientras los "pequeños" nos esperaban para acompañarnos en la merienda. Finalmente (esto ya es muy personal, de José Sánchez "Pepote" y mío) una mañana muy soleada logramos capturar un globo, puesto en circulación por los franceses, con el que protestaban por la ocupación alemana; el título del folleto era muy expresivo: "La marine Françoise au service des ennemis de La France". Lo entregamos a la Guardia Civil de Toro y nunca más supimos ni del globo ni del contenido de la protesta. Ahora la pregunta la hago yo: "¿Puede decirse que, con todo esto, se vivía mal en Timulos, por ser una dehesa?".