Quiero hablarles a los visitantes de Toro que llegan sin prisas y sin la rigidez que señala una visita guiada y programada hasta con lo mínimo del tiempo y del recorrido. Me dirijo a los turistas que desean llevarse toda la riqueza de ese lugar, que encierra interesantes aspectos en cualquier rincón de lo que está construido y de lo que da vida desde lo más rústico y rural. Sé que serán muy pocos los que aprovechen esta invitación residual; estoy seguro de que casi todos los que han llegado a Toro se han apropiado de lo monumental -que es muchísimo- y de lo humano en todos los sentidos -que tampoco es escaso-. Pero, sabiendo todo eso, estoy convencido de que mis invitados encontrarán algo nuevo.

La monumentalidad de la Colegiata y el Alcázar los habrán saciado y no echarían de menos nada después de admirar esos dos edificios y el resto de los monumentos. Pero desde una y otro se pueden -se deben- asomar al maravilloso espectáculo que ofrece gran parte del término municipal de Toro, hasta encontrarse con el límite de la provincia de Valladolid por la izquierda y contemplar el campo y las poblaciones de algunos pueblos del alfoz de Toro a la derecha. He recorrido numerosos lugares de España y del extranjero; soy un enamorado del paisaje, sea cual sea su característica: de vegetación o árido campo. No recuerdo otra vista igual, si exceptúo mi contemplación de los campos de Baeza, cantados por Machado en su poema "Caminos", que pudo escribir mirando desde el Paseo de las Murallas. La Vega de Toro, a la que se unen los términos de Peleagonzalo y Valdefinjas, ofrecerá al visitante un espectáculo que le durará toda la vida. Pero mi intento es llevarlos de la mano para que penetren en la vista; quiero que no se queden con lo que el panorama presenta a cualquiera. El espacio es impresionante; pero deseo que lleven a sus tierras el conocimiento de esa vega toresana en el tiempo; con la vida que en él ha tenido la ciudad de Toro, bebida en el importante significado del fértil suelo que la vega ofrece solo a quienes hemos vivido en Toro y su término hace años. El campo de Toro albergó, hace la friolera de 80 años -hablo solo del tiempo en que yo lo conocí- unos productos maravillosos, en su aspecto y en su gusto, que en la actualidad parecen estar algo menguados, porque la economía mundial ha tomado derroteros algo distintos a los que siguió en siglos pasados, por lo que a estos benditos campos se refiere.

Ha sido espectacular la riqueza de Toro en sus cosechas de cereales y legumbres: he pertenecido a una de las numerosas familias que desde Timulos recogíamos espigas por los pagos de Balandra y Bardales. Pero eso no era lo característico de Toro. La riqueza especial estaba constituida por sus abundantes josas de frutales. Era aquella fruta que cada mañana surtía el "Corro", que ocupaba una gran parte de la plaza mayor y la calle principal de la villa. La fruta de Toro era un espectáculo a la vista; pero inigualable en su riquísimo sabor. Con toda sinceridad puedo decir que no he gustado en parte alguna cerezas, guindas, perillos -que allí se llamaban "cermeños"-, melocotones, albaricoques, ciruelas? como los que comí en Toro. Y, amante como soy de la fruta, he gustado la de muchos lugares. Hoy -me dicen- ha disminuido, en cantidad y en importancia, la producción frutera de la campiña toresana. Parece que ha sido sustituida por el auge que ha tomado -en Toro, en toda la Ribera del Duero y en otros lugares de España- la vid y su derivado el vino. Siempre fue célebre el vino de Toro; pero ahora, favorecido por la apetencia de la mesa nacional y extranjera, ha tenido una exigencia especial que ha aumentado considerablemente el número de bodegas y ha llevado al máximo la exquisitez en la elaboración para quitarle cierta aspereza que antes tenía.

Las josas de frutales, que parecen disimuladas por una general aridez, encierran la riqueza de fruta y uva que han sido vida, durante siglos, para Toro, que -como gran parte de la provincia de Zamora- ha sido una villa agrícola. Además, agricultura y "la queda" han sembrado de rudimentarias construcciones, llamadas "tudas" las tierras del término. Los labradores -hombres y mujeres jóvenes- debían quedar en el campo y organizar sus diversiones nocturnas juveniles, tan pronto como la campana del "Reloj" anunciaba que se cerraban las puertas de la muralla. Todavía en 1960 se oía la queda todas las tardes. Otra pluma, más agraciada, presentaría mejor lo dicho; pero quería que el visitante se asomara y viera en la impresionante vega, con su aparente aridez, el contenido inigualable en fruta, viñedos; y también acogedoras tudas, que podían ser o sencillas casetas o estudiadas cuevas.