nos vamos modelando a lo largo de los años. Somos lo que hemos podido o lo que nos han dejado ser, fruto de nuestros aciertos y nuestros errores, de lo bueno y de lo malo, de haber sido críticos o comprensivos, constructivos o destructivos. Somos lo que somos, o lo que creemos que somos, o lo que la gente cree que somos. Formamos parte de lo aparente y de lo oculto, de contradicciones, o de aparentes contradicciones, envueltos en éxitos y fracasos. Realmente, no sabemos lo que somos, porque nos encontramos dentro de un puzle, más o menos grande, más o menos complicado, del que forma parte esencial el entorno: nuestros allegados, nuestros familiares y amigos, los lugares por donde hemos pasado. Por eso cuando llega a faltar alguna de las piezas de este puzle se va oscureciendo la fotografía de nuestra vida y nos vamos olvidando de lo que somos o de lo que hemos sido.

De manera que, cuando, un día, cansados de ir deprisa a todas partes, decidimos detenernos un momento y le damos una vuelta a la memoria, surgen imágenes claras o confusas, secuencias en las que aparecen los que están y los que se fueron, los que se incorporaron a nuestra vida, o estuvieron a punto de hacerlo. En la medida que va pasando el tiempo, la fotografía va mostrándose más difusa, porque le van faltando piezas que afectan a determinados personajes, y aunque lleguen a incluirse de nuevo, clonándolos con "photoshop", sabemos que eso que hemos hecho es una mera argucia, porque por mucho que pongamos a cada uno en su sitio, lo cierto es que no podemos dotarlos de certidumbre, ni mantener contacto con ellos, ni por "WhatsApp" ni por cualquier otro artificio. Menos mal que siempre queda algún hilo conductor al que poder agarrarte, como pueda ser el de las películas que veías en la infancia junto al personaje cuya imagen ahora aparece oscura o indefinida, y a través de él vuelves a ver pasar a Ben-Hur en su cuadriga luchando contra el pérfido Messala, o a Joseph Cotten persiguiendo a Marilyn en "Niágara", luciendo aquel imposible vestido rojo que volvía locos a los mayores, mientras degustabas unas "pipas" de "La Espiga de Oro".

Fue en Semana Santa cuando me enteré. Cuando caí en la cuenta que a aquella parte del puzle le faltaba otra pieza, porque él se había ido y yo no me había enterado. De manera que, aquel día, apareció borroso el lindero que habíamos compartido, aquel de los sueños infantiles, que más tarde pasarían a ser los del esplendor en la hierba, la época en la que las charletas sobre el futuro no eran sino meras películas de ficción. Pero, cuando el futuro se va tornando en presente pasan estas cosas, y aunque la vida continúe discurriendo por su cauce, dibujando más o menos meandros, al final el río siempre llega al mar o desemboca en otro que se encuentra por el camino.

Llegados a tal momento, el que más y el que menos suele recordar las virtudes del personaje, o la excelencia de su profesionalidad, o la tristeza de sus allegados. Pero no desearía caer en tales tópicos, simplemente me gustaría plantear una pregunta a aquellos que le conocieron, a los que vivieron más cerca de él, a los que le amaron y sintieron el perfeccionismo que desplegaba a través del dibujo, para comprobar si alguno de ellos fue capaz de encontrar en él un mínimo rastro de maldad, de envidia, o de algún otro defecto de los que solemos adolecer los mortales, ya que yo he sido incapaz de detectarlo.

En tanto esto sucede, en el disco duro que suple a la memoria, veo con claridad las andanzas con Pepe por el Arco de Doña Urraca, emulando unas veces al "Guerrero del Antifaz", otras al "Capitán Trueno", casi siempre haciendo uso de espadas de madera, de flechas o de "tiradores", aparejos estos que, aunque no lo parezca, no tenían nada que ver con la violencia, ya que solo eran usados en clave de entretenimiento. Menos mal que en el disco duro suelen quedar reflejos de colores enhebrados con aromas de flores que ayudan a restaurar los recuerdos.