No nos cogió de sorpresa. Era lo previsto. Lo que la mayoría de los ciudadanos, salvo los políticos, pronosticaba. El martes Felipe VI dio por finalizada la legislatura más breve de nuestra Democracia. Han sido cuatro meses de anuncios de pactos y líneas rojas, mesas de negociación, charlas entre bambalinas, elogios, reproches y culpas. Cuatro meses en los que los candidatos elegidos el 20D han demostrado sus actitudes y habilidades, su capacidad para exponer sus propuestas, su ánimo para hablar y convocar ruedas de prensa, su disposición para la exposición mediática; pero también, su incapacidad para lograr acuerdos, su destreza en la loa propia y el vituperio ajeno, el agasajo y la amenaza, la reclamación insustituible y la percepción de la viga en el ojo del adversario. Con la coartada del respeto a los votantes y al bien común, han usado el certificado acreditativo de las urnas para tratar de imponer sus proyectos a los demás, repartirse sillones y cargos o bloquear las posibles soluciones por imperativo de la coherencia. En definitiva, han dilapidado un tiempo precioso y malgastado los recursos de todos en una breve y vana legislatura que no se compadecía ni con la urgencia, ni con la importancia de nuestras necesidades, y que ha concluido en un estruendoso fracaso al no ser siquiera capaces de elegir un presidente de Gobierno.

Pero el fracaso de esta legislatura no lo es del sistema -por más que sea mejorable-, sino de esta hornada de representantes electos, unos con dilatada experiencia y otros con apenas ninguna, pero casi todos afectados del mal de la vanidad y el pobre sentido de la responsabilidad. Nuestra ley electoral solo impone tres condiciones para ser elegible: mayoría de edad, poseer la cualidad de elector y no encontrarse incurso en alguna causa de inelegibilidad. Sin embargo, estos requisitos que permiten al candidato presentarse a las elecciones no parecen suficientes para ejercer con responsabilidad y eficiencia el cargo que su elección lo entrega. Decía Weber que quien quisiera dedicarse a la política como profesión debería poseer tres cualidades esenciales: la pasión, el sentido de la responsabilidad y el sentido de la distancia, pues sin pasión la política podía convertirse en un "frío juego intelectual", y sin distancia no podría guiar la acción de Gobierno con responsabilidad.

Sin embargo, con ser necesarias estas cualidades del espíritu, no parecen suficientes para resolver con eficacia el desafío de gobernar. Por eso, el ciudadano que quiera dedicarse a la gestión pública debería conocer, al menos, los rudimentos esenciales del Arte de la Política. Un arte que sirve en esencia para resolver los conflictos de interés de forma pacífica y para garantizar las máximas cotas de libertad, bienestar y justicia a los miembros de una comunidad, y que a la luz de estos cuatro meses de negociaciones fallidas, pactos demonizados y narcisismo a raudales, a uno le asalta la sospecha de que nuestros políticos ignoran.

Por eso no parece extravagante pensar en la necesidad para nuestro país de una Escuela estatal de políticos, en la que además de la historia de las Ideas y el estudio de los ensayos probados, se les enseñe los básicos elementos de su praxis, la conjugación de la ética de la responsabilidad y de las convicciones, los métodos para alcanzar acuerdos, cercenar el maximalismo y contener la vanidad. Pues al igual que a otros profesionales el conocimiento teórico no es suficiente para resolver con eficacia y eficiencia los problemas que la práctica les plantee, tampoco lo es para el político, cuyo digno bagaje teórico, mejor disposición de ánimo y sincero afán de servicio, no garantizan ni el éxito del encargo ni su mejor resultado.