Somos en muy alto grado incapaces de desarrollar o razonar las propuestas del programa electoral al que confiamos el futuro inmediato, el de nuestra familia y el de nuestro país. Porque los programas electorales resultan, seamos sinceros, terriblemente aburridos por incomprensibles, ¿verdad?

En estos últimos días se ha puesto de relieve una verdad absoluta: han sido traspasadas holgadamente algunas "rancias fronteras". Son denominadas así por los simpatizantes de una lúgubre variante pseudoposmodernista, fenómeno social cien veces recauchutado que se pasea por Europa, no tan rutilante ni aséptico a estas alturas como cuando surgió, porque vivir, mata. Este nuevo escenario de frágil tramoya no atiende a logros sociales o políticos de los que podamos enorgullecernos. Ni hoy ni en el futuro. Imperan el personaje y el continente -la pericia para transmitir el mensaje-, y no el propio mensaje -el contenido- que se admite por descabellado que sea. Ese fruto del hastío, de la desesperación y la desafección por descrédito nos empuja sin remedio a terrenos cenagosos.

En el Congreso corrieron, como por un plató de telebasura, jugosos y turbios rumores, pintorescas parejas, tríos y hasta sextetos (no poéticos) inaceptables por hiperdesarrollado que tengamos el elástico teorema del juego democrático. Odio apolillado, rencor patológico y una desconexión insana con la realidad. Se cometieron excesos dialécticos de toda especie. Se mintió, se traicionó con alevosía -lo dicen ellos/as- y se propusieron, como ciertas y posibles, impracticables utopías con tal ligereza, con tan galopante ausencia de ética y de sentido común que provocan un vértigo atroz. Se afirmó sin titubeos que los terroristas son presos políticos, que el régimen militar venezolano es un ejemplo a imitar por España. Se amontonan hasta la asfixia los casos de corrupción en casi cualquier institución donde haya que manejar dinero público... En fin. Una tragicomedia patética y grotesca al estilo del camarote de los hermanos Marx, pero sin gracia, que no entiende, como es lógico, de ideologías.

Asimismo, en las redes sociales, cuando se trata de defender una opción política, el discurso -mejor dicho, su ausencia- se torna desconsiderado, bronco, soez, de una violencia insospechada, huérfano de razonamiento, demagógico y ebrio de anacrónica e inexplicable ansia de venganza, que no es más que ansia de poder. Parece que hubieran vuelto a infectarse gravemente heridas que muchos y muchas creímos cicatrizadas y que nunca debieron reabrirse. Ni siquiera para resucitar una carnavalesca ilusión que provocará la enésima desolación del electorado a muy corto plazo.

Es una ensalada comercial perfectamente aliñada. Con ingredientes suficientes como para alcanzar índices notables de audiencia en formato "Sálvame". Yo creo que, sumergidos como estaban en el sórdido y humeante fragor de la batalla, olvidaron cerrar la puerta. Y no han apreciado que estábamos tomando nota, observando con qué escaso encanto se intriga en la trastienda de un "Gran Hermano" sin padre putativo.

De tal forma, asistiremos en las próximas semanas a un "Sálvame, España" de longitud y latitud surrealistas. Los gigantes de la comunicación -en demasiadas ocasiones auténticos panfletos políticos, sectarios, inmorales hasta rozar el delito, de uno u otro bando- nos mostrarán con filtro amarillo limón -a las horas del desayuno, del almuerzo y de la cena- una selección arbitraria, chabacana y descontextualizada de gloriosas y grandilocuentes intervenciones. Se repetirán hasta el desmayo las máximas mil veces rumiadas que, espero, nadie tolere a estas alturas.

Prepárense para masticar, junto a la sopa de fideo, enloquecidas arengas y encendidas soflamas, elevadas a los cielos de la historia política por sonoros aplausos, primorosas sonrisas de complicidad, abrazos, besos de Judas, himnos pegajosos, y banderas de colorines ondeando altivas.

Los profetas de nuestro tiempo nos necesitan.

Javier Hidalgo Ramos