Con casi tanto recelo como se acogieron en su día las tarjetas de crédito o los cajeros automáticos de bancos y cajas fue acogida a principios de este siglo, sobre poco más o menos, la llamada banca digital gracias a la cual y a través del ordenador cada cliente podría entrar en su cuenta y operar en la misma sin necesidad de tener que ir a la sucursal y aguantar colas para ver el estado de los ahorros, hacer transferencias, domiciliar ingresos y pagos y hacer uso de otros servicios. Tampoco todos. Por ejemplo, el dinero no se puede sacar por Internet, algo que solo se puede hacer en las oficinas bancarias y en los cajeros automáticos. Pero mientras aumenta la instalación de cajeros en las más variadas ubicaciones, disminuye el número de sucursales, que han descendido cerca de la mitad en los últimos años y que va a seguir disminuyendo ahora a juzgar por los recortes que anuncian las entidades financieras. Lo peor es que con el descenso de sucursales descienden a la par, de manera dramática, los empleados, a través de los expedientes de regulación de empleo que hacen temblar no al poderoso sector, que gana millones como si tal cosa, sino a sus trabajadores, que pueden dejar de serlo.

Es el precio de la revolución tecnológica, que se impone y se hará total según las nuevas generaciones vayan cogiendo el relevo. Hace menos de una década apenas un 15 por ciento de usuarios utilizaba la banca digital y en este tiempo ya roza el 40 por ciento, un salto importante, una vez superadas inseguridades y temores, lógicos por otra parte, lo mismo que ocurriera y ocurre todavía con el comercio electrónico. La comodidad y la funcionalidad y rapidez del sistema van acabando con los prejuicios. La gente veía y ve peligroso confiar a la red sus pertenencias, el fruto de su trabajo, y se resiste, hasta que se convence. Por supuesto, no se trata de los grandes capitales, que ya cuentan con la cobertura de las ingenierías tributarias, de las sociedades opacas y de los paraísos fiscales, que ese es otro mundo aparte, sino del dinero corriente de las personas corrientes. En algunos países, como los nórdicos, el uso de la banca digital es prácticamente total, y en otros más cercanos supera bastante el actual porcentaje de utilización en España, por lo que los expertos esperan un afianzamiento mayor. Pero pese al nuevo recorte, bancos y cajas garantizan suficientes oficinas abiertas al público con todos sus servicios en funcionamiento. Lo mismo que debiera mantenerse el personal en la mayor parte posible.

Porque la comunicación tecnológica falla cuando menos se espera, y ello origina confusión y frustración a los clientes que han optado por la banca on line, y que requieren atención personalizada. Se producen bloqueos en los accesos, aplicaciones que no responden debidamente, páginas que se cuelgan, y ante ello, en ocasiones, al usuario no le queda otra que volver a ir la sucursal a resolver sus gestiones y consultas. E igualmente, las oficinas siguen siendo lugar habitual para la extracción de efectivo y otras muchas operaciones, pues pese a tanto cajero automático, si no es de la red hay que pagar por su uso unas desorbitadas comisiones. La operatividad presencial es compatible con Internet.