He estado ya dos veces en Zamora y en ambas ocasiones me ha parecido una ciudad muy acogedora y recoleta, llena de historia y, como su río, de apacible transcurrir .

La primera fue en el año 2012 en el que tuve ocasión de encontrarme con su Semana Santa. Siendo yo también de tierra de procesiones, estuve disfrutando de sus pasos, asociando elementos comunes y otros diferentes con respecto a los de nuestra tierra. Pero una Semana Santa tan antigua y hermosa además de tan emocionadamente vivida como la de Zamora, merece un artículo aparte.

Ahora salgo a caminar por la villa, por la que más remansado el Duero pasa, recreándome en el paseo por sus encantadoras y antiguas rúas, -como la de Los Francos-, calles y plazas rebosantes de memoria, y en el que salgo al encuentro de un románico precioso, tesoro que, con toda sencillez y nobleza, Zamora guarda.

Los atrios de sus iglesias están repletos de cigüeñas que alegran tanto la mirada como el alma. Allí están: en San Esteban, en San Cipriano, en Santa Lucía o en La Horta, erguidas y posadas en sus nidos o, algunas veces, sobrevolando los campanarios.

Olivo y cigüeñas hacen parroquia desde el mirador de San Cipriano a la iglesia de Santa Lucía, que dentro de la vieja villa amurallada miran hacia el río, que hace "ojos" al pasar por su bonito y bien conservado puente románico.

Hay un llamamiento en su artesanía, -como bien explicado queda en su Museo Etnográfico- al barro y a la arcilla. En este sentido, la calle más emblemática parece ser la de Balborraz, que baja desde la Plaza Mayor hasta las proximidades del río, llegando a calles que nos hablan de oficios como las del Oro y la Plata; relacionados con el metal y la fragua, como la de Caldereros y Alfamareros -que me sirve para reconocer esta palabra- y otros como la de Zapatería. Muchas de ellas relacionadas con el asentamiento o situación de muchos de sus gremios, por ejemplo, el de Laneros o textiles que se encuentran en otra zona de la ciudad.

A estas sencilla cualidades del barro queda ligada la espléndida fertilidad en sus arcillosos terruños en Tierra de Pan y Tierra de Campos en el que se da el cultivo del trigo y cereal así como de excelentes legumbres.

Sigo caminando y siguen brotando nombres hogareños como la calle de las Chimeneas, la plaza del Trigo y la plaza de la Leña. Entrañable y recoleto mirador el del Troncoso asociado a la madera.

Y para acabar el comentario, voy a referirme otra vez a sus iglesias, tan numerosas como bonitas. La de Horta, en el barrio de Artesanos, y San Frontis, en la margen izquierda del río, o la de San Claudio de Olivares, junto a las aceñas. O completamente inesperadas como la de San Antolín, San Pedro, Santa Lucía y la belleza de Santiago del Burgo y la Magdalena. Gracias, Zamora, ciudad tan antigua como acogedora y grata. Volveremos.

M. Soledad Puche