Los ajustados resultados de las elecciones a Cortes Generales celebradas el pasado 20 de diciembre han abierto un panorama novedoso en nuestro país, en el que por primera vez cuatro fuerzas políticas han logrado cuarenta o más escaños en un Congreso en el que, también de manera novedosa, la fuerza mayoritaria está por debajo de los 125 diputados. Se trata de un escenario inédito que pone, de manera inesperada, el centro de la agenda mediática y política en el carácter parlamentario de nuestro sistema de gobierno.

Pese a lo que pueda parecer leyendo los periódicos o viendo la televisión, lo que los españoles votaron hace ya dos meses no fue un candidato a la presidencia del Gobierno, sino a un conjunto de diputados y senadores que constituyen las Cortes Generales. Dentro de ellos, los más relevantes a los efectos de la formación de un Gobierno son los diputados, en tanto que es el Congreso la Cámara que inviste al presidente del Gobierno. Estos diputados y senadores se presentan a las elecciones agrupados en listas electorales, de partidos o de coaliciones, pero una vez dentro del Congreso son libres, siguiendo unas reglas mínimas, de organizarse en los grupos que consideren oportunos. Esto significa que no es obligatorio que exista una traslación automática entre los partidos políticos, las listas presentadas y los grupos parlamentarios conformados en el Congreso. Ahí tenemos por ejemplo a Izquierda Unida, que se presentó encabezando la candidatura de Unidad Popular en todas las comunidades autónomas excepto en Cataluña y en Galicia, donde se sumó a las confluencias de izquierdas lideradas por Podemos. Como resultado de esa estrategia, la formación ha obtenido en sentido estricto cinco diputados (uno por la circunscripción de Coruña dentro de la coalición En Marea, así como dos diputados elegidos dentro de la lista de En Comú-Podem y que pertenecen a Esquerra Unida i Alternativa, la federación catalana de IU). Empero, Izquierda Unida no tendrá grupo parlamentario propio, ya que tres de sus diputados se han integrado en Podemos y los otros dos se han ubicado en el Grupo Mixto.

Ninguno de los diputados elegidos el 20 de diciembre está sujeto a mandato imperativo, de acuerdo con lo que dispone de manera literal el artículo 67.2 de la Constitución. Esto significa que no están obligados a seguir ninguna disciplina de voto porque representan al conjunto de la nación y no solo a aquellos electores que los han votado. Se trata de un resto del viejo parlamentarismo que ha sobrevivido hasta nuestros días y quizá sea uno de los más hermosos, en tanto que mantiene viva la vieja ficción de que el representante no es un mandatario de sus votantes sino que, una vez elegido, ha de buscar el interés general de toda la nación, no solo el de que aquellos que lo han apoyado. En sentido estricto, por lo tanto, un diputado por Zamora representa también a los electores gerundenses o gaditanos, con independencia de que estos hayan votado o no a su partido en sus provincias de origen. Esta realidad se ve orillada en España por dos factores fundamentales: en primer lugar, por las tensiones identitarias no resueltas que existen en varios territorios de nuestro país, lo que origina que existan diputados que no desean representar al conjunto del país, sino que limitan sus preocupaciones a sus regiones de origen. Además, en un modelo parlamentario como el nuestro, en el que los partidos se han transformado de manera progresiva en instituciones imbricadas con el Estado (partidos cartelizados), el diputado es visto con sospecha dentro de su propio grupo si intenta alejarse de la disciplina del mismo. El amparo constitucional que los partidos poseen y que les permite ser el elemento clave para articular la vida pública los ha ido alejando de manera progresiva de los electores que alguna vez los vieron nacer.

Una vez que se constituyen las Cámaras y quedan conformados los grupos parlamentarios, es el rey el que propone al presidente del Congreso un candidato para que solicite la confianza de los diputados. Este candidato, en este caso Pedro Sánchez, ha expuesto al Congreso el programa político del gobierno que pretendía formar, desgranando así las líneas básicas de actuación que llevaría a cabo su gabinete si la cámara le otorgase su confianza. En este discurso, el candidato a presidente, tal y como pudimos ver, no tiene que dar cuenta ni de los ministros con los que piensa contar ni de la futura organización de su gabinete, lo que refuerza una tendencia claramente presidencialista que subyace en nuestro sistema parlamentario. Si la mayoría absoluta del Congreso le hubiera otorgado su confianza en primera votación, el rey lo hubiera nombrarlo presidente del Gobierno. Como en esa primera votación del 2 de marzo no se no alcanzó la mayoría absoluta, la misma propuesta se sometió a votación el viernes día 4, bastándole en aquel momento al candidato la mayoría simple, que tampoco le otorgó el Parlamento, siendo así la primera vez en la historia de nuestro sistema político que un candidato propuesto por el rey es rechazado por el Congreso.

Se ha abierto desde ese día un escenario inédito en nuestro país pero que estaba en cualquier caso previsto por el constituyente. Si el 2 de mayo no se ha elegido presidente, las cámaras quedarán disueltas y los españoles serán llamados de nuevo a votar el próximo 26 de junio. Por lo tanto, los partidos tienen un plazo razonable de dos meses para buscar un candidato de consenso que pueda gozar de la confianza del Congreso. Ante lo proclives que suelen ser los españoles a considerar como excepcionales siempre sus circunstancias, hay que destacar que se trata de una situación que sucede más de lo que parece en este tipo de sistemas parlamentarios: el Gobierno nace de la voluntad del Parlamento, y si el legislativo no otorga su confianza no se puede formar Gobierno, como bien han experimentado en los últimos años países como Bélgica, Austria o los Países Bajos.

En este sentido, es bueno reseñar que, en democracia, no hay en realidad sistemas de gobierno mejores o peores, como tampoco hay unos sistemas electorales que sean mejores que otros. Todos los sistemas tienen aspectos positivos y se mueven normalmente entre ejes contradictorios: así, por ejemplo, los sistemas electorales se mueven dentro del plano contradictorio de representatividad frente a eficacia, porque normalmente cuanto más representativo es el sistema, más ineficaz suele ser. En el caso de los sistemas de gobierno todo ellos intentan combinar la legitimidad de acceso al poder con la eficacia en el desempeño del gobierno. Por eso, en realidad, la única clave es que los sistemas sean aceptados por todos los actores que participan en el juego político. Lo demás es siempre secundario.