Qué alegría tengo... Toda la vida con un físico desacorde con las tendencias y por fin estoy a la moda. De jovencita tenía demasiado pecho para el modelo liso y andrógino que se llevaba a finales de los 70. En los 80, por lo mismo, las hombreras me sentaban como un tiro, y en los 90, cuando sí se llevaban las curvas, los embarazos me impidieron seguir los cánones de belleza porque era redonda por todos lados. Con la edad puse algo de peso y con mi metro sesenta y poco tampoco he logrado parecerme en nada a las chicas de las portadas de revistas que han marcado la tendencia de la última década... Y fíjate ahora. A los cincuenta, por fin tengo el aspecto que debo tener en esta época: algo fofilla, gordezuela, con celulitis y más barriga de la que quisiera para meterme en el vestido que me he comprado para una boda que tengo a final de mes. Se llevan, dicen, las personas normales, con sus michelines, su flacidez en los brazos y sus manchas en la piel, y ahí encajo como un guante. No hay revista de moda que no hable de las modelos de tallas grandes y cada vez hay más famosos que rechazan los retoques de photoshop en sus fotos porque lo que ahora triunfa es la naturalidad.

No es solo con las mujeres. Tengo delante una artículo sobre una campaña de venta de ropa interior masculina que utiliza a hombres normaletes como modelos, con su barriga cervecera o su falta de pectorales. Al fin y al cabo, la mayoría de hombres que van a comprar calzoncillos no tienen nada que ver con Cristiano Ronaldo, y los estrategas de venta consideran que difícilmente se va a conectar con el consumidor si este se parece al modelo de los anuncios menos que un tornillo a una patata. Será por vender más, pero se agradece que los que no nos acercamos a los cánones de la perfección, es decir, casi todos, podamos andar por ahí sin complejos y no nos confundamos pensando que ese maravilloso vestido de punto que lleva la modelo en la revista es para nosotras, porque una corre el riesgo de acabar descorazonada en el probador de la tienda contemplando en el espejo algo parecido a una morcilla embutida o a un fideo al que le baila la falda por falta de caderas, que también las hay y no siempre por gusto. Leo, junto a la imagen de un señor parecido a mi vecino y espachurrado sobre el sofá anunciando unos calzoncillos rojos, que se impone la diversidad y la normalidad, y que en la sociedad hay un hartazgo de las imposiciones. A ver si es verdad, porque esa máxima de que debemos aceptarnos como somos para ser felices es más fácil de asumir si no nos ponen como imagen a perfectos dioses del Olimpo.