El mundo, con sus modas e ideologías, viene y va, nadie lo duda, pero cada vez que llega a un punto de inflexión y se da la vuelta todo el mundo parece sorprenderse, como si en vez de un fenómeno esperable fuese una traición a la trayectoria prefijada.

En la sociedad actual todo se acelera. Se acortan los plazos y se abrevian las caducidades. ¿Qué tiene de extraño que el efecto péndulo tarde diez o veinte años en recorrer el trecho que antes recorría en cincuenta?

En medio mundo, en Occidente sobre todo, parece que estamos de regreso. Se acabó el buenismo. Se acabó el callar por el miedo al qué dirán, y si no se acabó, al menos hay indicios de que los más ágiles han olfateado ya esa posibilidad y buscan el modo de sacarle partido. Porque en todas partes creo que, tarde o temprano, alguien aprovechará el movimiento pendular contra la tiranía de lo políticamente correcto.

Me da igual que hablemos de Alemania y sus problemas históricos con la opinión sobre el distinto o los EE UU con su inmencionable división en clases sociales. Ni Alemania es tierra de acogida ni los EE UU una nación sin clases sociales, por mucho que esos temas hayan sido tabús durante décadas. Cuanto más se empecinen las fuerzas de lo establecido en hurtar del debate los temas que de veras interesan a los ciudadanos, más aumentará la presión para llevarlo al centro de la agenda. En Alemania se hablará de inmigración, aunque a los políticos de siempre les gustaría hablar de subidas o bajadas de impuestos. En EE UU se hablará de ricos y pobres, de regiones deprimidas y de razas, aunque al aparato de los partidos le gustase más hablar de Al Qaeda o de la sanidad de Obama.

Y cuanto más nos empeñemos en crear figuras legales estúpidas y represoras, como la apología del no sé qué o la incitación del odio al no sé cual, más quedará en evidencia que nos toleramos por imperativo legal, no porque vivamos en una sociedad realmente tolerante.

Cuando la gente cree una cosa porque se prohíbe dudar, o acepta un fenómeno porque se impide enfrentarlo, siempre, invariablemente, surge quien aprovecha ese margen de demanda. Y entonces, nos sorprendemos. Pero no es culpa del ratón: es culpa del agujero en la pared.