En el principio del siglo XIV padeció la nobilísima ciudad de Zamora, con toda la tierra de Castilla la Vieja, una peste general que acabó con la mayor parte de sus moradores. A las súplicas y lágrimas del venerable fray Ruperto, monje benedictino de San Miguel del Burgo, mitigó el señor el justo enojo. En prueba de haber sido oída su oración, vino un ángel y entregó a este caritativo monje una cruz de carne, diciendo: "Accipe signum salutem". Esta dádiva del cielo, aseguró el venerable, que mientras se conservase la cruz y la devoción de sus adoradores, "no volverían a padecer semejante peste el pueblo y comarca por quien había suplicado".

Así reza en un cuadro que hay en la Catedral de Zamora, al lado del Evangelio del Altar Mayor. adonde fue trasladada en el año 1834 la Bendita Cruz de Carne que se encontraba en el monasterio de San Benito donde se encontraba desde que se obró el prodigio a comienzos del siglo XIV.

En el convento de San Benito, a extramuros de la ciudad había una Cruz de carne del tamaño de una hostia pequeña y de grueso como medio dedo meñique y los cuatro brazos son iguales. Esta carne está cecinada, de color leonado envuelta y cosida en un liencecito antiguo, pasado por algunas partes de sangre. Se cuenta que un monje benito llamado fray Ruperto, gran siervo de Dios, se puso en oración junto a un olivo de la huerta y allí envió el cielo estas prendas de la gloria que le tenía aparejada, y cayó delante de él. La demasiada antigüedad, la poca diligencia de aquellos tiempos y el haberse quemado los archivos, no dan lugar a saber en qué año sucedió aquello.

Se conservó la cruz en la iglesia de San Miguel hasta el año 1588, en que los monjes pensaron enviarla a Valladolid; pero la noticia llegó al Ayuntamiento de Zamora y este hizo cuantas gestiones fueron precisas para que la reliquia no saliera de la ciudad.

Frustrado el traslado a Valladolid, el Ayuntamiento obligó al monasterio a hacer concordia y asiento en escritura que se otorgó el 12 de noviembre de 1599.

Existe la tradición de que un clérigo incrédulo que en acto de la adoración quiso experimentar la materia y clavó en la Cruz un alfiler de la que iba provisto. Un chorro de sangre que saltó de la herida lo dejó ciego instantáneamente.

Durante la epidemia del cólera de 1834 se sacó la Cruz en solemne procesión de rogativa a la que asistió la ciudad con todas las corporaciones y al año siguiente, suprimidas las órdenes monásticas, fue trasladada en devota procesión a la Catedral, donde permanece.