Concluye una Semana Santa brillante y de gran participación, aunque la climatología no haya acompañado tanto como en ediciones anteriores (el recorrido de la procesión de la Soledad fue acortado ayer por la lluvia). Y aun así, la economía zamorana ha notado de nuevo el empujón positivo. La ocupación hotelera, que estos años de más crisis había bajado hasta el 60% fuera de los días grandes, ha subido al 85%. El completo se ha colgado en las jornadas centrales de la Pasión. Así, la ciudad ha cobrado de nuevo vida y ha gozado del ambiente que requiere una celebración de tal magnitud.

También la participación interna ha sido intensa y se notan las ganas de incorporación de los jóvenes a la tradición. La Semana Santa sigue manteniendo esa condición de cordón umbilical con la tierra. Sus raíces son hondas y llaman, sobre todo, a los que han tenido que abandonar su hogar por causas laborales. Es la otra cara, la menos amable, que esconde la tradición: vuelven los jóvenes durante estas fechas porque la demografía zamorana está otra vez inmersa en plena sangría poblacional.

No obstante, la celebración vuelve a dar signos de vigor en una etapa de cambios a la que parece adaptarse sin problema alguno. No podría ser de otra forma. Cualquier modificación social siempre ha tenido su correspondencia en el que sigue siendo el único movimiento capaz de vertebrar a la sociedad zamorana. Así, este año hemos asistido a la creciente despolitización de las procesiones iniciada en el Juramento del Miércoles Santo, algo asumido de forma natural y hasta puede que saludable para lo que aguarda a la Semana Santa del futuro.

Es la propia evolución de la sociedad la que determina ese tipo de cambios, igual que hoy la otrora habitual escolta de los pasos a cargo de las fuerzas armadas y de seguridad ha quedado reducida a la Real Cofradía Santo Entierro y poco más.

Otro signo de esa evolución la encontramos en el ámbito empresarial. Veinte años atrás, una de las escasas ocasiones en que instituciones, sindicatos y patronal cerraron filas con una posición común se produjo con el intento de la Junta de Castilla y León de declarar laborable el Jueves Santo. Hoy es la propia asociación de comerciantes la que insta a los establecimientos que, conforme a la normativa vigente, puedan abrir a que aprovechen y rentabilicen al máximo días en los que el maltrecho comercio tradicional puede beneficiarse de la visita de propios y turistas. Era una medida que podía preverse, al igual que años antes lo hizo la hostelería, terminada la etapa confesional durante la dictadura, mantiene abierto prácticamente toda la noche del Jueves Santo.

Pero todos estos cambios no pueden ni deben alterar la esencia que mantiene viva la Semana Santa de Zamora. Y ese éxito, que se traduce muchas veces en masificación, puede afectar gravemente a las que deben seguir siendo señas de identidad de una celebración que destaca por su singularidad. Sobran, quizá, demasiados adornos. Actos como colocación de imágenes en las mesas procesionales que antes revestían un carácter íntimo y recogido se abren cada vez más al público, la masificación altera costumbres y abre polémicas como los aplausos a destiempo en una fiesta en la que la Pasión iba, sobre todo, por dentro.

La Semana Santa es, como bien se sabe, un poliedro que aúna espíritu religioso, cultura y tradición, alimentado por una atmósfera especial a la que contribuye de forma clara la propia configuración de la ciudad, el escenario que prestan sus calles. Pero si pierde lo primero, que es la base, solo quedará la envoltura, sin esencia alguna. Zamora ya no disfrutará de esa peculiaridad que la hace única y se parecerá a cualquier otra ciudad en estos días. El peligro es evidente, pues todo lo que sostiene tan hermosa celebración se vendría abajo. Ese es el reto más importante para el futuro que empieza a descontarse desde este Domingo de Resurrección.