Cuando Tierno Galván perpetró aquello de que "las promesas electorales están hechas para no cumplirlas", mucha gente lo interpretó como una frivolidad del viejo profesor, como una broma cínica y sandunguera propia de los felices años de la Transición, la Movida y el descubrimiento de un mundo que estaba por estrenar y que nos esperaba a nosotros para echar a andar. Pero, bajo su capa de guasa retrechera, la frasecita de marras tenía una evidente carga de profundidad y anunciaba algo que se ha ido consolidando con el paso del tiempo y que, hogaño, está alcanzando la sublimación. Parafraseando a Groucho Marx, podríamos decir que parece increíble que desde la pobreza moral más profunda hayamos alcanzado las más altas cotas de la miseria ética.

Aunque el incumplimiento de palabras, promesas y pactos sea una constante histórica, que ha generado cientos de guerras y millones de muertos, quizás nunca como ahora haya existido tanta falta de respeto a lo dicho, pactado y rubricado. Y jamás (ahí sí que pongo la mano en el fuego) se hayan buscado tantas excusas y se hayan intentado dar tantas explicaciones para justificar rupturas unilaterales, olvidos de acuerdos, negativas de cláusulas, retorcimiento de matices y puestas en escena de los famosos "donde dije digo, digo Diego". Disculpas y argumentarios que, por cierto, solo buscan eludir responsabilidades, engañar y echar la culpa al otro, al empedrado o al lucero del alba por estar tapado por nubarrones.

Un simple vistazo a muchos de los conflictos actuales, le lleva a uno a sentir nostalgia y añoranza de aquellos tiempos, no demasiado lejanos, en los que la palabra dada valía tanto como la firma y en los que decir de alguien que era "hombre de palabra" equivalía al mayor de los elogios y a otorgarle un grado de confianza superlativo. La conformidad verbal seguida de un mero apretón de manos hacía irreversible cualquier trato, aunque el vendedor recibiera después una oferta mejor. No hacían falta papeles, ni notarios, ni registradores de la propiedad. Quien vulneraba aquellos compromisos orales era tenido por "hombre sin palabra", que significaba ruindad, falta de seriedad e, incluso, ausencia de hombría, entendida esta como valor moral, como respeto escrupuloso a lo convenido.

-Sin embargo, ahora dicen una cosa; a los dos días cuentan la contraria; poco más tarde firman un acuerdo, que, ya a la semana no vale, y, si vale, se matiza y retuerce hasta hacerlo irreconocible, se le añaden renglones y más renglones? en fin, que no puede fiar uno ni de los papeles con pólizas y si no, mire usted lo de las preferentes, se queja don Crisnildo, que repasa la actualidad en una tableta que le ha regalado un nieto.

-Es que no hay forma de enterarse de por dónde van los tiros. Cuando te crees que dominas el cotarro, resulta que lo pactado ayer ya no sirve y, hala, bronca tras bronca y que decida el Constitucional, que para eso le pagamos, añade don Etelnoto, igualmente cabreado y repasando el móvil conectado a un Internet que viene del Viso.

Y uno, don Crisnildo, pone el ejemplo del acuerdo Europa-Turquía sobre los refugiados, que se salta los tratados internacionales, las recomendaciones de Acnur y cualquier sentimiento de humanidad y respeto a la vida ajena. Y el otro, don Etelnoto, prefiere quedarse más cerca y habla de la ruina de cientos de ganaderos de vacuno después de que quedara en agua de borrajas aquel famoso y cacareado acuerdo firmado, aunque no por todos los afectados, en el Ministerio de Agricultura tras la no menos famosa Marcha Blanca. Hubo acuerdo (o eso se dijo), se presentó y aireó a bombo y platillo y, unos meses más tarde, el pacto no ha valido para nada, la situación está aún peor y ya se andan buscando más consensos que, al paso que va la burra, servirán para lo mismo. Eso sí, Europa dice que lo apoya. Un alivio.

Son, alejados en el espacio y en las circunstancias, dos botones de muestra de los incumplimientos de compromisos que están pudriendo esta sociedad y llevando a la gente al recelo y al temor a que debajo de cualquier frase se esconda lo contrario de lo pactado o que se camufle un vericueto (legal o ya veremos) que haga inservible lo que parecía sólido y duradero y se acordó como tal.

-Éramos más felices y creíamos más en el hombre cuando se respetaba a tope la palabra, asegura don Crisnildo.

-No sé yo; habrá que consultar al Tribunal Constitucional, como Patxi López y los otros del Congreso, sonríe, pícaro él, don Etelnoto.