No quiero decir, ni mucho menos, que solo existan en nuestra vida nacional los dos casos a los que se debe atender de manera urgente; sin duda habrá otros mil asuntos más que disfrutan de esa misma urgencia y quizá con mayor importancia para la vida de los españoles en general. Lo que ocurre es que los dos casos a los que me refiero hoy se comprueban de manera especial en estos días en que nos encontramos. Por un lado está lo que nos tiene en vilo desde el día 21 de diciembre pasado; y otro caso, es lo que ocurre, o está anunciado, para estos mismos días, vísperas de la Semana Santa, y que ocurre de la misma manera en cualquier tiempo de vacaciones masivas entre los españoles.

No soy propenso a admitir culpas. Cuando me ocurre algo desagradable en mi propia vida particular prefiero tomar el asunto, en lugar de como alguna falta cometida por alguien en contra de mis intereses, como una lección que me da la vida y que debo grabar muy bien en mi conciencia para procurar que no me vuelva a ocurrir en adelante. Y esto que es una norma para mi propia vida quiero que sirva como norma para la vida de la nación. Y, si es posible, procuro atribuir la culpa a seres impersonales dejando a salvo a las personas. En estos casos, a los que quiero referirme, la culpa puede atribuirse al miedo que informa innecesaria y perjudicialmente a los gobernantes. Y cuando digo a los gobernantes quiero decir a todos: los de ahora, los pasados inmediatamente y los de siempre hasta el momento actual. En razón de la cercanía, tengo que hacer mención especial al Partido Popular, último que ha ocupado el Gobierno de España, y al que puede aplicarse, por inmediatez, todo lo que voy a decir. Y, al aplicar el miedo a ese gobierno en particular, no me dejo llevar de lo que me pueda dictar mi opinión sobre estos asuntos, sino de las manifestaciones públicas del que ha sido presidente del Gobierno reciente, hoy "en funciones". El señor Rajoy, al explicar su falta de decisión en algunos asuntos, no ha dudado en utilizar una frase que puede reducirse a miedo: "No lo legislamos, porque los hoy en la oposición lo derogarán cuando ocupen el poder". La frase responde a una realidad muy previsible y que ya ha tenido realización en el pasado: sirva como ejemplo lo que ocurrió con la Ley de Educación, que legisló el Gobierno del señor Aznar y que derogó, sin esperar un solo día, el señor Rodríguez Zapatero. Ese miedo a la derogación sospechada ha sido, sin duda, el motivo de que el Gobierno del señor Rajoy no se aplicara decididamente a las dos cuestiones de mi aplicación en este momento.

Hablando con toda claridad, quiero referirme (repito que hoy, a la vista de actos actuales) a la Ley que decidiera como jefe de Gobierno, después de unas elecciones generales, al que fue cabeza en la lista más votada. Y a una precisión indubitable en la Ley de Huelga, que evitara los gravísimos perjuicios que los paros infieren a varias clases de personas cada vez que suceden períodos vacacionales -y también en algunas otras ocasiones-.

Si el Gobierno que terminó su legislatura el 20 de diciembre de 2015 -o cualquier gobierno anterior- hubiera promovido la Ley que señalara para la Jefatura del Gobierno al cabeza de la lista más votada se hubieran evitado bastantes males: El pueblo español no estaría sin gobierno tanto tiempo como lleva en esta situación; no se hubiera equivocado su majestad el rey al designar la persona que recomendó como candidato oficial al señor presidente del Congreso; nos hubiéramos evitado las dos sesiones de investidura baldías; y, finalmente, se hubiera evitado el señor Sánchez la vergonzosa campaña que está llevando a cabo, hasta llegar a pedir intercesión con el señor Iglesias al fracasado político de la nación griega. Si alguno de los gobiernos pasados hubiera legislado la supresión del derecho de huelga, de manera clara, cuando el cese del trabajo perjudica a los viajeros en el momento, a la Renfe, a los vacantes que deberían utilizar el transporte público, al comercio que sale tan perjudicado en estos casos, etc., etc., no viviríamos tantas ocasiones de malestar los que necesitamos utilizar el tren (o, en otras ocasiones, el metro en las grandes ciudades) para nuestros desplazamientos.

Esta es la gran lección que deben aprender y practicar los contendientes ahora mismo: recopilar, con toda diligencia y prudencia, todos los casos tan valiosos como estos dos para señalarlos como tarea inmediata de legislación, tan pronto como puedan llegar al Gobierno.