Dos resultados electorales, en países aparentemente distantes (EE UU y Alemania), confirman la aparición de una tipología de votante común, que ha aflorado con claridad tras el estallido de la crisis financiera de 2008. A este colectivo se le puede denominar como el de los derrotados de la globalización.

Efectivamente, la irrupción de Alternativa por Alemania (AfD) en tres parlamentos regionales (y a quien se pronostica, a nivel federal, un 14% de voto, consolidándola como tercera formación del país), ha supuesto la emergencia de un elector opuesto a la mundialización (que le obliga a competir con trabajadores no cualificados del planeta por un mal empleo) y desencantado con los partidos clásicos y sus parches para paliar su precaria situación.

Algo parecido puede decirse de la base electoral que sostiene al agresivo multimillonario Donald Trump, a la hora de encabezar la candidatura Republicana en las elecciones presidenciales de EE UU. También bullen allí numerosos trabajadores blancos, que no se han visto beneficiados por la teórica recuperación económica del país (que ya dura siete años) y que tampoco pueden acogerse a subsidios, que van a minorías con un nivel de empobrecimiento mayor. Con su lenguaje emocional y amenazando con castigar a empresas que deslocalizan, Trump conquista sus corazones.

Y solo son dos gotas de un fenómeno extendido por Occidente, con líderes que emiten mensajes semejantes y que gozan de buenos augurios electorales: Le Pen, en Francia; Wilders, en Holanda? Tecnócratas y biempensantes afirman (con razón) que las "soluciones" de dichos políticos no arreglarán nada de fondo, pero el votante al que van dirigidas esas admoniciones no los escucha. Probablemente porque, a diferencia de los primeros, no sabe si podrá seguir trabajando mañana por la mañana.