El evangelio de hoy nos presenta a una mujer sorprendida en adulterio que es llevada ante Jesús para ser lapidada. Algunos han querido ver en la actitud de Jesús el primer alegato feminista de la historia. Sin embargo, la actitud de Jesús no es entrar en una interpretación legal del asunto, ni discutir la razón o sinrazón de la ley de Moisés que castiga a los adúlteros.

Tampoco indaga en los orígenes culturales o biológicos del adulterio para ver si deriva del patriarcado o de un gen machista. No se inventa una "teoría de género", ni pretende llenar Jerusalén de carteles y manifestaciones igualitarios. Cuando se agacha a escribir en el suelo no está pensando en sustituir Sanedrín por "sanedrina" o Dios por "diosa", ni escribe "aborto libre" como panacea a los problemas de las mujeres. Jesús sabe bien que en el mundo grecolatino (donde había dioses y diosas, se practicaban abortos a mansalva, y existía el género neutro en las declinaciones) la situación de la mujer no era mejor que la de la mujer judía.

Jesús tampoco sermonea al personal ni reprocha a nadie su actitud. No se pone de parte del marido cornudo y los jueces, pero tampoco los acusa de machismo patriarcal. Y no se pone de parte de la mujer (como algunos pretenden), pues no niega su culpabilidad diciendo: "no has pecado", "el adulterio no es malo" o "no eres culpable". Pero tampoco la condena.

Jesús no entra en el juego machismo-feminismo. Se sale de los esquemas marcados y va directo a la raíz teológica del asunto: lo que pudre la relación hombre-mujer no es el patriarcado, la ley del adulterio, el género de las palabras, ni la división de trabajos; la raíz del mal es el pecado, negación de Dios y del orden establecido por él. Todos estamos inmersos en el pecado como en un océano de aceite del que nadie se libra solo ("Quien esté libre de pecado que sea el primero en tirar la piedra"), pues la solidaridad básica del género humano en el pecado hace que, si alguien naufraga pecando, de alguna manera todos naufragamos con él. Por eso, el pecado debe ser denunciado y combatido con la ley ("No vuelvas a pecar"). Pero también hay una solidaridad básica en la gracia salvadora, que no procede de "una justicia mía, la de la ley, sino que viene de la fe de Cristo", y que nos pide salvar al pecador, teniendo misericordia con él ("Tampoco yo te condeno").

No es animando a que la mujer sea "rebelde e insumisa" como se acaba con el mal de pareja, ni desexualizando al ser humano eliminando las diferencias entre varón y mujer; sino reorientando la sexualidad en orden al amor, como fue en el origen antes del pecado. Solución: eduquemos para el amor.