Cuando un ciclista fallece en la carretera arrollado por un automóvil o un camión es la vil demostración de que el débil siempre va sobre dos ruedas y el fuerte viaja sobre cuatro o más. Es un binomio desequilibrante que revela la peor de las actitudes: la falta de respeto por el prójimo y, lo que aún es más grave, el desprecio a la vida de los demás. Muy triste resulta escuchar con demasiada asiduidad percances tan nefandos como el atropello mortal de un amante de la bicicleta. Seguro que algunos de ustedes pensarán que la supuesta imprudencia del ciclista es, en muchas ocasiones, el origen del accidente. Aunque, por otro lado, convendrán conmigo en que la mayoría de los fallecidos son, curiosamente, personas de acreditada experiencia, que discurren adecuadamente por el asfalto y que cumplen con las normas de circulación.

No se trata de exculpar a nadie o de criminalizar comportamientos alejados de la propia condición humana. Pero también cualquier momento resulta propicio para invocar la cordura de todos, para que, en la medida de lo posible, evitemos tragedias de este tipo. Porque, créanme, es una tremenda tragedia que una persona, amante del deporte y de la vida, acabe para siempre con sus huesos y su piel sobre la carretera. Es una contradicción en sí misma, tan abyecta como incomprensible.

Las cifras son aterradoras. El pasado año fallecieron en España 72 ciclistas. Casi un centenar de ciclistas se han visto implicados en accidentes ocurridos en Castilla y León, comunidad que registra casi una veintena de aficionados fallecidos en los últimos tres años. Son datos contundentes que deben hacernos reflexionar para que la visibilidad de los ciclistas sea total, para que se respete la separación mínima en los adelantamientos y para que las carreteras incorporen todas las medidas en materia de seguridad. Y lo más importante, para que el respeto entre unos y otros se imponga por encima de absurdas y caprichosas veleidades del destino, sobre todo cuando está en nuestra mano y en nuestro supuesto raciocinio.

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