Este artículo quizá debía haber llevado por título "Avanzar en la secularización", pero lo que de gancho necesita el periodismo y la propia imagen que motiva e ilustra incluso esta reflexión han sido definitivos. En efecto, el pasado domingo 28 de febrero la calle San Torcuato de la capital apareció con un puñado de pintadas más -de esas que amarranan la ciudad y que ningún Ayuntamiento tiene arrestos a erradicar-, entre ellas la que rezaba "Me cago en Cristo". Desde luego que el ignorante que no ha respetado la propiedad privada ni las creencias de otro ya se ha definido a sí mismo. Pero no ha sido la primera vez ni, seguramente, llevará la mano del autor de otras anteriores, aunque todo ello sea lo de menos. Porque lo que realmente me preocupa es dónde estamos y qué rumbo seguimos, la sociedad zamorana y los católicos de ella. Parece fuera de toda duda lo que de fanatismo, intolerancia, odio religioso y blasfemia tiene la pintada en cuestión. Pero si lo que esta desencadena son meras quejas en redes sociales y poco más, creo que la cuestión es que estamos borrachos de indolencia. Si el grafiti en cuestión no lleva consigo una denuncia por odio religioso ante las autoridades, si los competentes en limpieza de la ciudad no actúan -como vemos que no hacen ordinariamente-, si los católicos no hacen más que lamentarlo y si la ciudadanía simplemente pasa, efectivamente tenemos un problema. Y el problema no es religioso, es social. No todo vale.

Casualmente el sábado víspera de la aparición de esta pintada el diario "El País" publicaba un artículo titulado "Los desafíos pendientes del laicismo", firmado por el catedrático de la Complutense Javier Moreno Luzón. El autor realizaba un diagnóstico muy duro, pero ciertamente realista de la situación religiosa de la España actual, donde, afirmaba, "los españoles se declaran en su mayor parte católicos, pero se hallan inmersos en un rápido proceso de secularización y ya no se comportan de acuerdo con los preceptos de la Iglesia. Los practicantes solo representan -en el mejor de los casos- un tercio de la población mientras los rituales religiosos, relacionados con la sociabilidad más que con las creencias, pierden peso". A pesar de nuestras características propias y del habitual retardo de nuestra provincia, la afirmación es perfectamente aplicable a los zamoranos. La cuestión es que parecemos conscientes de ello aunque, sin embargo, en muchos casos seguimos actuando como si nada de esto estuviera ya consolidado en nuestra sociedad. Parece que hemos asumido la desconexión generalizada con la Iglesia de las generaciones iguales e inferiores al medio siglo de edad, de lo cual es muestra también esta pintada, si bien en muchos aspectos seguimos actuando como hace cincuenta años. Como si la celebración del Concilio Vaticano II y los cambios que entrañó no hubieran afectado en muchos ámbitos a la forma cotidiana de ser católico en la sociedad. No acierto a comprender cómo es posible que se siga administrando el sacramento del matrimonio canónico a increyentes o personas que viven públicamente al margen de la fe, por qué se celebra el bautismo o la comunión en familias en las que ni la trayectoria de los padres ni de los padrinos garantizan la educación de los hijos en la fe cristiana. Ni tampoco por qué se celebran eucaristías en las fiestas de los pueblos, quintos u otras celebraciones cuyo fin principal es contribuir a engrosar el programa de actos, que es lo mismo que decidir hacerlo porque siempre se hizo así. No acierto a comprender tampoco el rapto de las procesiones de Semana Santa al que nos vemos sometidos los católicos de Zamora, acontecimiento eminentemente cristiano y originado por cristianos, y hoy en manos en no pocas ocasiones de grupos o personas ajenas a la vida, la práctica y el sentir de la Iglesia.

Urge de forma apremiante establecer en la Iglesia una dinámica de avance en la secularización. Precisamente porque la sociedad se encuentra inmersa en esta coyuntura y también porque la fidelidad al Concilio la reclama. Al fin y al cabo la pintada referida seguramente tenga no poco de grito algo así como de ¡basta de tanta religión! Urge dejar de administrar sacramentos por mera cuestión sociológica, fundamentalmente por la responsabilidad que ante ellos contraen sus ministros y por el agravio que se establece con los católicos que tratan de vivirlos conforme a la fe. Y, principalmente, porque no podemos otorgar sacramentos a quienes no son creyentes ni a quien no tiene disposición alguna a acogerlos conforme a su propia finalidad. Es apremiante aplicar un discernimiento objetivo y taxativo a su administración, así como a otras actividades con repercusión meramente intraeclesial y también social. Es urgente avanzar en la Iglesia hacia una dinámica que no dé por supuesta la fe y que comience desde cero a anunciar el evangelio como propuesta. Y, no nos engañemos, eso no se hace por medio de los sacramentos, procesiones o actos jubilares. Hay que aprender a decir no, y explicar el porqué de ese no. Inmersos en una sociedad secularizada está claro que lo de ser cristiano no es para todos. Más bien, es para quien quiera serlo. Pero con todas las consecuencias, tanto para unos como para otros. Solo así el cristianismo podrá ser fecundo en la sociedad y la sociedad podrá sentirse emancipada de su tutela.