Castilla y León ha conmemorado el pasado jueves el XXXIII aniversario del Estatuto de Autonomía. Y lo ha hecho entregando la medalla de oro de las Cortes a la Real Academia de la Lengua Española en un concurrido acto institucional al que acudió para recoger tan digna distinción su director, Darío Villanueva, persona de enorme bagaje cultural y universitario. El homenaje tributado por la comunidad a quienes velan por la defensa y la unidad del castellano no puede ser más acertado, en un año en el que, además, se conmemora el IV centenario de la muerte del ilustre escritor Miguel de Cervantes. Es, sin duda, una muestra de donosura de los castellano-leoneses que, a través de las palabras pronunciadas por la presidenta de las Cortes, hemos rendido el mejor de los reconocimientos a nuestra principal seña de identidad, histórica y cultural: la lengua castellana. Como decía Silvia Clemente en su intervención, la lengua es el instrumento más poderoso de comunicación que posee el ser humano y facilita el entendimiento entre los pueblos. Y así es. De ahí que este excelso patrimonio debe ser objeto de renovado apoyo y constante protección.

No es necesario aquí recordar lo mucho que la lengua castellana une a esta tierra con grandes nombres de la literatura universal española o, más recientemente, con escritores del prestigio de Francisco Umbral, Miguel Delibes o José Jiménez Lozano. Pero, tampoco sobra subrayar ahora el más profundo reconocimiento al trabajo literario de todos ellos en un momento en el que, lamentable, se corre el serio riesgo de estigmatizar su memoria mediante el frecuente uso de la palabrería inane. Estamos, por tanto, en un momento delicado en el que nuestra principal herramienta de comunicación, la palabra, es utilizada en demasiadas ocasiones con fines espúreos, cuando deberíamos mimar con especial dedicación nuestra esencia, anteponiendo su valor por encima de intereses, de atropellos lingüísticos y de vacuos propósitos.

El propio Darío Villanueva, en un recomendable artículo titulado "La eficacia retórica del Yes we can" y publicado en el número 199 de las "Claves de la razón práctica", advierte de que la "historia de la palabra encierra una considerable contradicción. Etimológicamente, sofista significa 'portador de la verdad', pero quizá hoy en día predomine entre nosotros una acepción totalmente contraria, la de sofista como aquel -frecuentemente, un político- que se vale de sofismas, es decir, de razones o argumentos aparentes con los que se quiere defender o persuadir lo que es falso". Y esa contradicción nos conduce con asiduidad a un terreno, el del ámbito público, en el que la palabra se confunde con retruécanos cada vez más retorcidos, incurriendo así en lo más antitético de la verdad. Esa evidente contraposición entre lo que se dice y lo que luego realmente se hace supone a la postre el peor de los castigos a nuestra esencia: la palabra.

Son las palabras, y no otra cuestión, las que dibujan nuestro comportamiento hasta acabar desnudándonos ante los demás, pero también ante nosotros mismos. Por eso, igual prueba de flagrante desprecio hacia la respetable concurrencia evoca quien desde una atalaya pública acude a la concatenación de palabras para expresar mensajes en los que ni cree, como quien rompe su palabra dada ante un solo interlocutor. Uno y otro caso conducen irremediablemente a la perversión de la propia esencia.

Por todo ello, creo que la mejor forma de rendir un homenaje diario a nuestra principal seña de identidad, la lengua castellana, no es solo defendiéndola, sino también dignificándola. Se hizo el jueves en la Cámara autonómica, uniendo este instrumento del conocimiento a su reflejo escrito en el Estatuto. Y ahora toca que cada uno de nosotros lo asumamos cada día y en cada momento.

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