No hemos salido de esta y ya se anuncia una nueva Gran Recesión. Los bancos centrales se están quedando sin armas para combatir el letargo de la economía tras inyectar ingentes cantidades de dinero a interés negativo. La crisis de las materias primas hunde las expectativas de los países emergentes y convierte sus deudas en dólares en una losa que lastrará su crecimiento. Y si los emergentes se hunden, el crecimiento global también lo hará, herido por una crisis de confianza de los inversores, una deuda soberana insoportable y el fantasma de la deflación. Un escenario mundial tenebroso en el que nuestro país trata de levantar la cabeza después de haber sido uno de los primeros damnificados de la recesión que aún no hemos superado.

A esta crisis financiera que se atisba en el horizonte y puede dar al traste con nuestra incipiente recuperación, añadimos en lo doméstico otra crisis, también de confianza, pero en este caso política. Del recelo hacia la pericia y sinceridad de nuestros gobernantes -tras el anuncio de que estábamos a punto de superar en renta "per cápita" a los primeros países de Europa y comprobar desolados cómo éramos expulsados a los últimos puestos de la fila-, hemos pasado a la indignación al descubrir el engaño, la estafa y el saqueo de nuestros recursos públicos. Día sí, día también los españoles nos desayunamos con un nuevo escándalo de corrupción económica que deja pequeño el anterior, sin que la nómina de políticos detenidos, imputados o en el banquillo de los acusados, parezca tener fin.

Nuestros gobernantes no solo no vieron la crisis que nos amenazaba, ni implementaron medidas para aplacarla, sino que en medio de la precariedad y la pobreza sobrevenidas -generadas en gran parte por su total incompetencia-, tampoco acertaron a prevenir y combatir el rampante pillaje de las arcas públicas. Gürtel, Púnica, Bárcenas, Pokemon, Nóos, ERE, Pujol, Taula, son nombres que hacen referencia a tramas mafiosas que han parasitado en los últimos tiempos nuestras instituciones y expoliado sus recursos mediante la infiltración en los partidos políticos. Más allá de la inquietud y la alarma generadas, el disparatado número de políticos corruptos que copan puestos de dirección en los partidos parece inferir, al menos, que el sistema de selección de sus dirigentes no es el más adecuado, pues no es aceptable equivocarse con tanta frecuencia. Lamentarse del delito y avergonzarse por los convictos propios, amenazar con que cada cual aguante su palo en la tormenta judicial o cambiar el nombre de imputado por investigado, no son las mejores armas para atajar la gangrena que corroe nuestro sistema político y que tiene en los partidos su puerta de entrada. Como tampoco lo son el adanismo irredento, el numantinismo virginal o la dimisión extemporánea, más propia de lenidad que de proba responsabilidad política.

Pero acertar en la crítica o poner el dedo en la llaga no implica atinar en la soluciones. A falta de un debate parlamentario serio sobre sus causas y posibles antídotos (las 75 medidas por la regeneración de Rajoy más parecen un sarcasmo que una propuesta verosímil), los platós de televisión y las emisoras de radio se han llenado de flamantes entusiastas dispuestos a ganar el favor de la opinión pública con recetas simples y rápidas a problemas complejos y endémicos. Todo el mundo, salvo nuestros políticos, parece tener una idea clara de cómo salir de esta crisis, regenerar nuestra democracia, crear riqueza, combatir la desigualdad, encauzar el secesionismo, atajar la corrupción, redistribuir la riqueza, cercenar el clientelismo y garantizar los derechos cívicos, mientras el carrusel de la ignominia desfila campante e impune ante nuestra estupefacción, sin que los recién elegidos representantes sean capaces de dejar a un lado sus particulares intereses y acordar caminos de reparación y reforma.