En aquel tiempo democrático, después de cuarenta años de un oasis de tranquilidad y comodidades, la Iglesia, conducida por el Espíritu Santo, fue llevada al desierto mientras era tentada por el diablo. Era un desierto vocacional y misionero, un desierto educativo y de poca relevancia social y cultural, un desierto con pocos santos y lleno de fieras laicistas? Todo aquel tiempo estuvo sin convertir a nadie y al final tuvo hambre.

Entonces el diablo le dijo: "Si eres la esposa de Dios, dile a esta piedra que se convierta en pan". Y los católicos corrieron el riesgo de transformar la Iglesia en una simple ONG que reparte pan, pero que no se atreve a criticar el aborto, la eutanasia, el matrimonio gay, el despido libre, la manipulación ideológica del sistema educativo... Pero la Iglesia contestó: "Está escrito: No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios". Y además de cuidar de los pobres, siguió predicando el Evangelio.

El diablo después, llevándola a lo alto, le mostró en un instante todos los despachos de los partidos políticos, las cajas fuertes de los bancos y las direcciones de los principales medios de comunicación y le dijo: "Te daré el poder y la gloria de todo eso, porque a mí me lo han dado, y yo lo doy a quien quiero. Si tú te arrodillas delante de mí, todo será tuyo". Y los católicos sintieron la tentación de aferrarse al poder establecido afiliándose a algún partido de "conservaduros", arrodillándose ante el dios-poder-dinero, y tragándose las mentiras de las tertulias de la tele. Pero la Iglesia le contestó: "Está escrito: Al señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto". Y siguió administrando y celebrando los sacramentos, y leyendo la Biblia.

Entonces el diablo la llevó a la Giralda de Sevilla y la puso en el alero de la torre y le dijo: "Si Dios existe, tírate de aquí abajo, porque está escrito: Encargará a los ángeles que cuiden de ti, y te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras". Y los católicos se preguntaron si aún merecía la pena creer en Dios, pues no creían ya en los milagros, ni en ángeles, ni en demonios. Y muchos abandonaron la Iglesia al ver que los católicos sufrían incluso más que el resto de los hombres y que a Dios no parecía importarle. Pero la Iglesia le contestó: "Está mandado: No tentarás al señor, tu Dios". Y continuó confiando en Dios y no en los hombres.

Completadas las tentaciones, el demonio se marchó hasta otra ocasión. Del desierto salió una Iglesia purificada y renovada, liberada de los poderes del mundo, con más sentido de su tarea, y con católicos dispuestos a ser simplemente católicos.