Aquel inolvidable marqués de Bradomín, fue definido por su creador, el genial Valle-Inclán, como "feo, católico y sentimental". Yo añadiría que también era simpático, agradable de trato, seductor. De siempre se dijo que los españoles éramos bajitos, morenos, casi renegridos, y un punto gorditos, pero, a la vez, abiertos, nobles, orgullosos y hospitalarios, herencia de un permanente cruce de pueblos y civilizaciones y de viejos y altivos hidalgos venidos a menos y caídos en brazos de la picaresca. Aquello se acabó en cuanto pudimos comer como Dios manda. Ahora los nuevos españoles son, con las consabidas excepciones, altos, blancuchos, rubios y guapetones, pero, también con las salvedades de rigor, han perdido simpatía, cercanía y amabilidad.

No sé si serán apreciaciones mías, pero creo que la sociedad española se ha avinagrado mucho, se ha vuelto ácida, quisquillosa, gruñona, agresiva. Fíjense, en dos casos recientes. El primero, por orden cronológico, la lluvia de palos e insultos que ha descargado sobre el actor Dani Rovira, el protagonista de "Ocho apellidos vascos", por la presentación de la gala de los Goya en la que, por cierto y a mi entender, fue de lo mejor de la noche. Pues bien, por fas o por nefas, por lo que dijo o por lo que dejó de decir, por los chistes o por la seriedad, por los gestos o por la quietud, por la verborrea o por el silencio, le han sacudido hasta en el carné de identidad. Tanto que el hombre ha declarado que no le ha merecido la pena presentar los goyas. ¿Se merecía Dani Rovira tanto denuesto, tanta descalificación, tanta ofensa gratuita, descarnada e hiriente? Creo que no. Una cosa es la crítica, la desaprobación, y otra bien distinta la injuria, el agravio y la vejación, especialmente cuando sus autores se esconden en la cobardía del anonimato vía Twitter o Facebook o cualquiera que sea ese terreno abonado para zaherir escondido, para la felonía del pusilánime desleal.

El segundo caso, ocurrido el pasado viernes, me dejó anonadado. Resulta que, según expresión acuñada por el periodista Rubén Amón, Rajoy le hizo "la cobra" a Pedro Sánchez antes de su desvaída entrevista. Para quien no domine el neolenguaje urbano, "hacer la cobra" equivale a retirarte un poco cuando el otro quiere besarte, abrazarte, darte una palmadita en la espalda o saludarte con un apretón de manos. El que hace "la cobra" no huye, ni se retira, ni propina un bofetón, ni grita ofendido; simplemente mueve la cara o el cuerpo y evita que el otro, el saludador, el besucón, le roce. Y eso fue, precisamente, lo que hizo Rajoy cuando el líder del PSOE le tendió la mano antes de iniciar la breve e insustancial charla. El presidente en funciones evitó la mano de Pedro Sánchez y se llevó las suyas a la chaqueta para abrocharse los botones, o para ajustarse los laterales, o para estirarse la camisa, o para colocarse la corbata. El asunto es que no hubo saludo, que, quizás, fuera de lo que se tratara para que quedase claro que de pactos nada, que de negociación nada y que allí no había pito que tocar. Nadie duda de que las distancias son enormes y que no existen visos de acercamiento, pero, hombre, ¿hacía falta gesto tan hostil, detalle tan irrespetuoso y desconsiderado como negar la mano a alguien con el que inevitablemente vas a tener que tratar muchos temas pase lo que pase? Creo sinceramente que no.

He citado dos episodios concretos y calentitos sobre ese avinagramiento de la sociedad española, pero hay más, muchos más, los vemos a diario. Nos hemos vuelto gritones, faltones, bocazas. No se discute, se insulta, se descalifica; no se debate, sino que se chilla, se eleva el tono de voz, se agrede verbalmente, se pasan por alto los argumentos del otro, al que tratamos de descerebrado e imbécil, transitamos con rapidez y facilidad del razonamiento al "porque lo digo yo", al "por mis cojones treinta y tres", y tardamos en olvidar esos roces que antes eran nimios, normales, cotidianos. Nos queda un resquemor que acaba conduciendo al distanciamiento e, incluso, a la pérdida de la amistad, al abundante "yo con ese ya no voy ni a heredar".

Y si trasladamos este ambiente al mundo de Internet, ya ni te cuento. Entras en las redes sociales, lees una información o unas declaraciones de un famoso (político, deportista, actor, escritor, empresario, sindicalista) y debajo hay una pléyade de comentarios que te ponen los ojos a cuadros. Suelen ser ácidos, broncos, insultantes; destilan rabia y odio, y, para más inri, se enfrentan entre ellos, de modo que, al final, ya ni se sabe por qué empezó la gresca, sino que el resultado es que varios internautas se pegan entre ellos destapando la caja de los improperios más gordos. Absurdo.

O sea, que tranquilidad, educación, respeto, tolerancia, sentido del humor y búsqueda de la felicidad por el camino de la convivencia pacífica. ¿Es tan difícil?