A nuestros políticos no les salen las cuentas. Sumar, restar, dividir, no les resulta difícil, porque llevan años practicando la aritmética y antes de las pasadas elecciones ya contaban con el disipado escenario. Un escenario que se antojaba, además, volátil, ajeno a la segura estabilidad del bipartidismo, con un Congreso atomizado, voces y votos discrepantes, sin una clara mayoría de Gobierno. Habían supuesto y lucubrado durante largas noches de insomnio las distintas alianzas frente al melifluo vaticinio de las encuestas, y entre condicionales y temores pergeñaban a duras penas una soñada mayoría parlamentaria que conjugara el ominoso deseo de los españoles y su mollar acomodo en los sillones.

Y el temido escenario llegó. Llegó como un temporal en medio del plácido desierto. Y a pesar de estar advertidos y haber sumado, restado y dividido durante esas interminables noches en vela, no terminan de cuadrar las cuentas. Una y otra vez repasan el exiguo número de sus diputados, restan los que sin duda votarán en contra y suspiran por unas decenas de abstenciones que tal vez consigan prometiendo imparcialidad, laxitud o dilación en algunas irrenunciables demandas. Pero tras las reiteradas y arduas operaciones matemáticas, esa ansiada mayoría resulta tan precaria, tornadiza e inconsútil, que apenas sirve para darles unos minutos de contento entre el desasosiego y la desesperanza.

En su laberinto monclovita, Rajoy sueña con los 253 votos de una gran coalición para mantener la actual senda de recuperación económica y garantizar la unidad de España y el cumplimiento de los compromisos europeos. Sánchez, por su parte, quiere un Gobierno de progreso que haga las reformas necesarias, y está dispuesto a dialogar hasta la extenuación con tirios y troyanos (salvo con Rajoy), a sabiendas de que no es posible cuadrar el círculo. Por la suya, Iglesias brega por esa mayoría progresista que atienda a los desheredados y ponga en marcha urgentes medidas contra la exclusión social, arrogándose con sus 63 diputados el patrimonio del mandato del pueblo. Y Rivera, inasequible al desaliento, insiste en regenerar nuestra democracia, porque si no ponemos coto a la corrupción y no hacemos las necesarias reformas para asegurar el crecimiento, difícil podremos conseguir el bienestar, la justicia y la equidad que una sociedad avanzada requiere.

Todos apuestan por el diálogo y el pacto, pero para empezar no se ponen siquiera de acuerdo en la fecha de presentación de la investidura o en los lugares de encuentro previos. Insistiendo en el oxímoron de un descenso ascendente, Rajoy ofrece un pacto de Gobierno a sus posibles socios, con él de director, para asegurar la "estabilidad y la certidumbre", salmodia que repite con la fe del converso; pero no quiere oír hablar de reformas ni de regeneración, pues no están los tiempos para bromas. Con el aval de la propuesta del rey, Sánchez se erige como presidente de un Gobierno de coalición y le pide a Rajoy que sea leal en la oposición y a Iglesias que prescinda de la exclusividad como condición previa para el diálogo. Pero Iglesias insiste en que no todo el mundo cabe en un gobierno de progreso y que los derechos de las personas y los territorios deben prevalecer sobre los mandatos de Bruselas o los candados de la Constitución. Y Rivera cruza los brazos para enlazar las manos de sus despechados aliados, y clama a voces la urgencia de un pacto por la reforma y la regeneración con quien por activa y pasiva se niega a ello.

En fin, todo apunta a que estamos ante monólogos de sordos, flamantes discursos de diálogo y acuerdo en los que todos proclaman su voluntad de entendimiento, más pendientes de ganar el favor de los ciudadanos de cara a las próximas y anticipadas elecciones, que de imposibles o utópicos pactos que saben, además, antagónicos.