El actual semestre presenta en Castilla y León varios frentes de relevancia. Uno de ellos es el que tiene a las autoridades educativas a pleno rendimiento para dibujar antes del verano un nuevo mapa de titulaciones que permita adecuar los grados y el conocimiento de los estudiantes a la demanda real del mercado, sin soliviantar la autonomía de las instituciones docentes, pero aplicando criterios de eficiencia entre la atomizada oferta y su desigual reparto por la geografía regional.

Conviene apuntar antes varias consideraciones. En primer lugar, ninguno de los actores implicados debería ponerse de perfil y, más allá de los legítimos derechos de cada parte, tienen la perfecta ocasión para demostrar su capacidad de visión en aras al bien general. Y en segundo lugar, se hace preciso recordar aquí varios datos que trazan el actual escenario. A saber. Castilla y León es la cuarta comunidad en número de universidades, por detrás de Madrid, Cataluña y Andalucía. Las cuatro universidades públicas y las cinco privadas ofertan una amalgama de enseñanzas con casi 85.000 alumnos. Es decir, que del total de los jóvenes de entre 18 y 24 años que viven en Castilla y León, el 37 por ciento estudia en los centros universitarios de la región, lo que representa la segunda tasa más alta de España, cuya media roza el 29,5 por ciento. Junto a ello, hay que subrayar que las universidades públicas cuentan con cerca de 6.200 profesores, mientras que otros 1.500 ejercen su actividad docente en las privadas. Ni tampoco debemos olvidar que en las públicas trabajan otras 3.000 personas dentro de los llamados departamentos de administración y servicios. Todos estos datos constituyen un preámbulo imprescindible para escribir los capítulos que culminen con un nuevo mapa de titulaciones racional y equitativo.

Cierto es que la misión fundamental de las universidades es ofrecer a los estudiantes una docencia de calidad que les capacite para asumir una vida profesional de éxito, sin menospreciar la misión científica e investigadora y la transferencia de conocimiento inherentes a estos centros. Del mismo modo, no vamos a negar su liderazgo social -al menos, como un deseable propósito-, ni su aportación a la vertebración de un territorio tan amplio como el nuestro. Pero de ahí a la mirada cortoplacista y endogámica o, lo que es peor, al lamentable inmovilismo va a veces una brecha demasiado estrecha. Por ello, el trabajo de la Consejería de Educación tiene que medir finamente cómo hilvanar un espacio en el que quepan todas las sensibilidades, pero sin renunciar a su papel ejecutivo en el que siempre tienen que primar los intereses comunes sobre los individuales y provinciales. Me consta que a esa ardua tarea se ha encomendado decididamente el equipo liderado por su titular, Fernando Rey. Sin duda, el conocimiento del terreno por parte del consejero y de sus colaboradores supone, a priori, una garantía para alcanzar una adecuada oferta de titulaciones que mejore la inserción laboral de los estudiantes, facilite la incorporación de profesores cada vez mejor preparados e impulse la labor investigadora.

Porque no se trata solo de suprimir grados, sino de reforzar o implantar aquellos que de verdad den respuesta a las exigencias del mercado y generen empleabilidad. Es más, las autoridades educativas tienen la opción de ir un paso más allá de una cuestión meramente cuantitativa, ya que todo retraso en abordar con valentía los pilares de la educación universitaria redundará en la deslocalización de talento y en el evidente distanciamiento entre el mundo de la universidad y el mundo de la empresa. Y me refiero, entre otras cosas, a los cambios en la metodología de enseñanza, a la innovación, a la deseable formación dual y al ajuste pedagógico que requieren nuestras universidades para no estar por detrás de las escuelas de negocio en la cobertura de la demanda laboral. Su éxito será el de todos.