A mediados del otoño de 2001 empecé a escribir artículos en un periódico sobre los excesos, en mi opinión, que estaban cometiendo las tropas de la Coalición en la guerra de Afganistán. Yo utilizaba el manual de Derecho Público Internacional de los cursos para oficial de Estado Mayor del Ejército y Guardia Civil para no salirme del guion. Entonces estaba, profesionalmente, en la situación de "Reserva Activa" en el Cuerpo de la Guardia Civil al que pertenecía. Esa actitud me costó una reprimenda, el inquisidor, una figura misteriosa, asesor, no sé en qué, de mi director general, no pertenecía al Cuerpo pero era el encargado de guardar las esencias de la institución. Fue tan lejos en su filípica que me sugirió que "siempre habría para mí una vacante en algún punto de las Islas Canarias".

Es obvio que me sentí humillado, y a la vez preocupado, porque alguien encargado de asesorar al director considerara que un oficial de la institución sin mando de unidad, dedicado a cultivar un huerto, pudiera ser un peligro para la seguridad del Estado por el solo hecho de escribir sus columnas contra la barbarie y sus posibles consecuencias de la guerra afgana. Ahora las estamos viendo.

A partir de entonces todas las historias peyorativas que he escuchado acerca de las oscuras normas sobre los ascensos y destinos de cargos de confianza en el Cuerpo, con el tiempo, han resultado ciertas. Durante el Gobierno de Rajoy la Guardia Civil ha sido dirigida con una mezcla escalofriante de fanatismo ideológico y eficiencia policial próxima al militarismo.

Durante los dos últimos años los políticos de la oposición en la Cámara advirtieron en cuantas ocasiones se le presentaban de que si el Gobierno seguía la deriva que había tomado su política, desestabilizaría el frágil sistema de convivencia establecido entre las regiones españolas. Las revueltas en Cataluña eran un indicio de que algún día le iba a explotar al Gobierno. Ahora le tocará a otros revertir la situación política.

En el ámbito de la corrupción el resultado de su capacidad para actuar fue organizar una ofensiva que dirigieron al lado equivocado, probablemente haya terminado para siempre con el Gobierno de los políticos de la era de Aznar. La caída de Rajoy es cuestión de días. Los sucesos de Valencia son tan solo los hechos más recientes de unos acontecimientos desagradables e inesperados en el seno del PP nacional.

Algunos simpatizantes del PP, bien informados, me dijeron hace algún tiempo que el fracaso del partido se había iniciado el día que tomaron la decisión de aplastar a la oposición. Desde entonces todo lo que han hecho ha sido despreciar al adversario político con la ilusión ingenua de que la mayoría de los problemas desaparecerían con la celebración de unas nuevas elecciones. Ya se han hecho, y los votantes han dejado al descubierto las debilidades de sus dirigentes. El hecho de que no hayan previsto este resultado, lo que era obvio para todos, es de una incertidumbre alarmante. Los gobiernos carecen de una ideología que les permita competir con las masas desafectas. Para remediar todo esto el presidente del partido se refugia en el palacio del Gobierno desde donde pretende impedir que el PSOE forme un nuevo Gobierno reformista, transmitir la idea de que su majestad el rey se ha equivocado, dejar que "España se hunda que ya vendremos nosotros a rescatarla". Ese eslogan le dio la mayoría absoluta y el resultado es que ahora la segunda prioridad urgente del país es rescatar al PP.