El encargo del rey a Pedro Sánchez para tratar de formar Gobierno se veía venir de lejos y desde hace días. Era su mejor incentivo personal: La Moncloa o su casa. De lograr tan ambicioso objetivo, creo no equivocarme si les digo que las voces divergentes que han surgido estos días en su propio partido quedarán pronto silenciadas, comprobándose una vez más que los llamados barones territoriales son precisamente eso: una cuestión periférica. Todos han esgrimido de un modo u otro razones para decirle al secretario general lo que no tenía que hacer, pero ninguno ha dicho expresamente lo que sí tendría que hacer su jefe de filas. Debe ser difícil, obviamente, dar directrices a quien asumió el liderazgo de la formación en un proceso de primarias refrendado por los militantes, y más todavía hacerlo desde las atalayas clientelares en las que se han convertido muchos de esos territorios autonómicos.

A Sánchez no le quedaba otra salida, pero tampoco al Partido Socialista, cuyo pecado estriba en saber si será capaz de liderar el viraje a la izquierda en caso de contar al final con el apoyo de Podemos. Era, además, la única formación que se ha distanciado de manera nítida de la opción de repetir las elecciones -a la fuerza ahorcan-, mientras que otras han practicado la sinuosa táctica de confiar en una nueva convocatoria electoral como solución a todos sus males. Así las cosas, el escenario que se abre a partir de ahora no va a distar mucho de un probable tablero de reparto de poder y de difícil funambulismo político, en el que la virtud del candidato a presidente será, entre otras, la de contener el exceso de gasto y evitar con ello la severa reprimenda europea y el enésimo disgusto de los ciudadanos.

No nos engañemos, el poder gusta a la izquierda tanto o más que a la derecha. Tiene por lo visto un efecto curativo, casi balsámico, para cicatrizar viejas heridas y enmudecer a los más díscolos hasta en las propias familias.