Mucho se habla en los últimos tiempos de la necesaria regeneración de los partidos políticos y de la actividad parlamentaria. Un término al que se apela de forma reiterada para que casi nada cambie realmente. Y así nos va. A la vista del proceso seguido tras el 20-D, la política no se pone en práctica para lograr el bien general, sino que se usa como una herramienta afilada para otros fines distintos. Ni siquiera se piensa ya en el bien de los propios partidos políticos, que incluso tendría un pase. Qué va. Lo que prima es el algo tan primitivo como el interés subjetivo por encima de unas siglas o de un cargo institucional.

No se trata de generalizar, pero convendrán conmigo en que hasta los mensajes de las fuerzas más emergentes no distan mucho de esa percepción, al situar en primer orden de las negociaciones los sillones y los nombres concretos para ocuparlos, relegando a un segundo plano los pactos programáticos. ¡Bendita regeneración! Así las cosas, no es de extrañar esa persistente brecha entre la clase dirigente y los ciudadanos, quienes, por el contrario, comprueban casi a diario que lo que se predica en las atalayas públicas no tiene luego su mínima traslación a la vida real.

¿Tanto cuesta a los órganos de dirección de los partidos sanear este tipo de actitudes? Pues a la vista está que sí. La política sigue percibiéndose como un inigualable trampolín de colocación laboral para los más allegados. Lo que, por ejemplo, se juega Pedro Sánchez es su capacidad para situar a centenares de afines en los centenares de puestos que dependen de un Gobierno. No solo está en juego su futuro político, que también.

La regeneración empieza por uno mismo, continúa con un radical cambio en las formas endógenas y excluyentes que rigen el funcionamiento de los partidos y concluye con una agenda reformista y adaptada a los nuevos tiempos. Lo demás son ganas de marear la perdiz.