Toda situación compleja es susceptible de empeorar. Un axioma que podemos aplicar a muchos órdenes de la vida y que encaja como anillo al dedo al proceso que estamos viviendo estos últimos días y horas para la confección del nuevo gobierno. Los riesgos de deterioro de la estabilidad institucional no son una cuestión menor, porque afectan de lleno a la economía en un momento en el que los envites geopolíticos y la volatilidad de los mercados de las materias primas no pasan desapercibidos para los analistas e inversores.

Si las buenas perspectivas que se intuían hace poco más de un mes se han transformado ahora en un clamoroso desasosiego, no es menos cierto que un largo periodo de incertidumbre en lo público puede causar también un pésimo efecto sobre la credibilidad en el crecimiento económico y, con ello, la tentación de ralentizar la salida del túnel y la creación de empleo.

No parece, por tanto, ni serio, ni mucho menos sensato, este mercadeo táctico para configurar un Ejecutivo que permita lanzar un mensaje tranquilizador al siempre temeroso dinero y ponga las bases necesarias para afrontar la ineludible agenda reformista. Por suerte, las señales que nos llegan desde el sector financiero son, por el momento, un bálsamo edificante. Pero de ahí a pensar que la relajación es la mejor de las opciones dista mucho, cuando, además, las previsiones económicas tienden ya a estrecharse para este esperanzador ejercicio.

Afrontamos, sin duda, uno de los momentos más delicados como para que cada uno se siga mirando al ombligo y no ceje en su empeño de permanencia en lo más alto del poder. La lección del 20-D, al menos una de ellas, es la necesidad de inculcar en la vida parlamentaria la cultura del pacto y el diálogo, no la de poner en riesgo la legitimidad de la voluntad expresada en las urnas. Y cauces válidos hay para ello, a no ser que lo que se pretenda sea mantener la dilatada brecha entre la dirigencia política y los ciudadanos.

Sería lamentable que el ímprobo esfuerzo del conjunto de la sociedad durante estos aciagos años acabe ahondando en la desesperación y la desconfianza hacia sus representantes. No nos merecemos que el acreditado afán de superación de la población española se vea truncado por el afán de unos pocos políticos ensimismados con el poder y su supremacía en los órganos de decisión partidista. Más bien nos hemos ganado todos, a pulso, una regeneración en las formas y en los contenidos que, por lo visto hasta ahora, no se aprecia en las negociaciones, porque cada uno sigue a lo suyo, anteponiendo la ambición personal a los intereses generales.

El anuncio de Rajoy de esquivar su fallida investidura y certificar con ello su pírrica victoria electoral acelera la apuesta aún indeterminada de Pedro Sánchez para formar gobierno. Pero el inopinado cartucho lanzado por el presidente en funciones y la maniobra efectista de Podemos, que persigue más bien la convulsión interna del PSOE que otra cosa, deja al líder socialista en medio de un oceáno de incertidumbre sin mayor flotador al que agarrarse que el que le pueda lanzar Ciudadanos, y aun así el riesgo de perecer seguiría siendo alto. De ahí que puestos a aventurar el final de esta alocada partida no descarten del todo que acabe siendo el líder de Ciudadanos, Albert Rivera, el cabeza visible de un Ejecutivo central de concertación y consenso, que contenga el abatimiento de una gran parte de la sociedad y tranquilice los mercados. Difícil, por supuesto, pero no imposible en el atomizado escenario en el que se mueve la actual política nacional. Todos, sin excepción, deberían recordar aquellas palabras de Montesquieu en las que, sabiamente, decía que "para ser realmente grande, hay que estar con la gente, no por encima de ella". Pronto veremos, pues, la capacidad de generosidad y el grado de vocación por lo público y el bien común de cada uno.