Se acaba de cumplir un mes de las elecciones generales. Un tiempo más que suficiente para comprobar que la ilusión que, de forma inusitada, precedía a la cita electoral se ha convertido en un muchos casos en desánimo. No hay más que escuchar las conversaciones cotidianas de la gente para darse cuenta de que la confianza en un tiempo nuevo en la política española se ha transformado en una galopante decepción al ver que el interés general queda muy por debajo del interés partidista y personal. La generosidad, la vocación de servicio público y la política con mayúsculas están aún muy lejos de las triquiñuelas y cambalaches que se observan durante estas semanas.

No se trata de deslegitimizar la intención de unos y otros para conformar un pacto de investidura e incluso de Gobierno. No. Porque son las propias reglas de la democracia las que lo contemplan. Pero lo que excede la mínima ética y estética que debe imperar en política es la capacidad camaleónica de algunos dirigentes para desdecirse en semanas de lo comprometido en campaña o para promover iniciativas parlamentarias de difícil digestión por sus propias bases ideológicas. Es un contrasentido que hace un flaco favor a ese urgente y necesario estrechamiento entre la política y la sociedad a la que representa.

La reiterada apelación a la regeneración y la demanda de una nueva forma de hacer política poco o nada tienen que ver con ese circo de dos pistas en el que se convirtió el arranque de la undécima legislatura de la democracia española, ni mucho menos decisiones de mayor calado como la cesión de diputados o senadores a otra fuerza para que conforme grupo parlamentario propio. Dudo mucho que de esta manera se logre convencer al grueso del electorado que, tras un mes de divagaciones, asiste atónito a una partida de mus en el que algunos van de farol y juegan, sin cartas, a la grande. Así, el órdago acabará siendo a la confianza de los ciudadanos, mal que nos pese.