a veces se nos ha hecho creer, también por culpa de algunos eclesiásticos amargados, que Dios y su evangelio son sinónimo de tristeza, penitencias, sufrimiento y sacrificio (que ciertamente los tiene en cuenta) y enemigo de la alegría y del gozo del amor humanos. Las lecturas de la Misa de hoy, por el contrario, nos presentan, no un Dios triste y mojigato, sino un Dios que se alegra con "la alegría que encuentra el marido con su esposa". Este amor sexual entre hombre y mujer es la imagen más repetida por el Antiguo Testamento para significar la relación de Dios con el hombre y con su pueblo Israel. El matrimonio es signo de la alianza, y el goce sexual entre los esposos representa el gozo y la alegría del mismo Dios por este encuentro. El libro del "Cantar de los Cantares", dedicado a este amor y goce sexual humanos, es claro ejemplo de ello, y más le valdría a alguno leerlo.

El Nuevo Testamento no nos habla de un Jesús extraterrestre, sino de un ser humano de carne y hueso, tan sabedor de la alegrías de la vida que sus enemigos llegaron a acusarlo de comilón y borracho. Y es que a Jesús le gustaba ir de fiesta en fiesta, como cuando fue a la boda de Caná. En medio del jolgorio faltó el vino, imprescindible en cualquier fiesta de entonces y de ahora. La madre de Jesús, ¡sin hacer caso del hijo!, que se excusaba con que "no había llegado su hora", toma la iniciativa y, asumiendo el mando, "obliga" a Jesús casi contra su voluntad a hacer su primer milagro, y a los sirvientes les dice, como a los creyentes de todos los tiempos: "Haced lo que él os diga", mostrándose como mediadora infalible ante su hijo. La frase del mayordomo al novio tras probar el vino ("Todo el mundo pone primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora") nos muestra cómo funciona la fiesta de Dios y cómo funciona la del mundo. El mundo comienza sirviendo un vino embriagador (el pecado) que promete grandes goces, pero que tras ser ingerido, descubrimos, casi siempre demasiado tarde, como garrafón venenoso que produce resaca y dolor de estómago al día siguiente (infierno). En cambio, el vino que Dios ofrece (su gracia) parece al principio un vino aguado y de poca graduación que no consigue darnos el puntillo necesario, pero que bien bebido termina siendo el vino bueno que no da resaca, pero que pone a tono para la verdadera y duradera fiesta (cielo).

Algunos se las dan de expertos en goces humanos, pero ¿quién va a entender más de sexo y fiesta que aquel que los inventó? ¡Anda y que marchen a beberse su garrafón y a nosotros que no nos agüen la fiesta!