Hay palabras que podrían resumir el sentido religioso o la relación entre los cristianos y de los hombres en general. Estoy persuadido de que esas relaciones deben ser plagio de la relación que Dios quiere tener con nosotros: acogida, misericordia, perdón, hospitalidad, ternura en la corrección de nuestros errores. Todo lo contrario a una palabra demasiado fea para los cristianos: migración, inmigración, emigración.

Cuando en el libro del Génesis se nos narra la fratricida historia de Caín y Abel, la angustia del primero ante la expulsión del paraíso viene dada porque huir de Dios hace que tenga que mantenerse en un continuo camino, en una andadura errante, buscando el lugar inexistente en el que Dios no esté para no sentirse avergonzado por lo que hizo. Bien podrían ser las palabras del Salmo 139 salidas de la boca cainita: "Si escalo el cielo, allí estás tú; si me acuesto en el abismo, allí te encuentro; si vuelo hasta el margen de la aurora, si emigro hasta el confín del mar, allí me alcanzará tu izquierda, me agarrará tu derecha".

Dándole la vuelta a la tortilla y por esa regla de tres de no poder encontrar el lugar donde huir de Dios, deberíamos considerar que los inmigrantes no existen. Dios hizo todo para el disfrute de los hombres y la tierra entera es nuestra casa; somos nosotros los que hemos puesto una línea para marginar a los que están por fuera. En palabras del papa Francisco: "los emigrantes son nuestros hermanos y hermanas que buscan una vida mejor lejos de la pobreza, del hambre, de la explotación y de la injusta distribución de los recursos del planeta".