Los siglos no suelen morir con el siglo. Se dice por ejemplo que el siglo XIX no terminó hasta el "crash" bursátil de 1929, que sumió a los EE UU en la Gran Depresión. Antes de ese desastre, hubo un par de décadas, "los felices años 20", en los que cundió la ilusión de que ningún gran cambio podía entorpecer el sueño próspero de los cuatro ricachones de siempre. Y eso que en 1917 la revolución rusa había dado ya un ensordecedor aviso. Ahora está costando asumir que hemos entrado en el siglo XXI y que en él casan mal o no casan los modos, usos y herencias del XX, que fue el siglo de las guerras, en su primera mitad; y el siglo, en la segunda, en que se degradaron los usos democráticos, hasta convertirlos en una caricatura.

La apertura esta semana de la nueva legislatura en nuestro país ha sido más que significativa y una nueva demostración de que nos hallamos en uno de esos momentos históricos confusos e incluso convulsos en el que lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer. Solo hay que fijarse en cómo han sido recibidos los nuevos diputados de Podemos por la vieja política de PP, PSOE e incluso Ciudadanos (por desgracia no menos viejos en sus modos e ideas). La incomprensión ha sido absoluta. La incapacidad para aceptar lo nuevo, lo diferente, el aroma a calle no ha podido quedar más de manifiesto. Todo ese magma político de lo viejo, al que se ha sumado lo peor de sus terminales mediáticas, ha aullado contra lo nuevo: qué asco los jóvenes, qué horror su vestimenta, qué descaro llevar un bebé al pleno, que desvergüenza no prometer como autómatas trajeados, qué inmadurez no unirse al pacto habitual de reparto de sillas. Se han metido hasta la náusea con la presencia del bebé de Bescansa, pese a ser algo que han hecho antes muchas madres y políticas. Han tenido el descaro de insinuar falta de higiene en los "bárbaros" que no se visten como los corruptos, con traje y corbata. Y han tratado de ahogar desde el minuto cero al grupo parlamentario de Podemos, negando todas sus demandas e intentando que se le vea como un grupo de apestados.

Significativo respecto a esto último la feroz negativa general a que sus confluencias periféricas se organicen como grupos autónomos. Cumplen los requisitos: suficiente número de diputados y suficiente porcentaje de votos. Pero es inadmisible, dicen, y no se permitirá. Al tiempo, el PSOE, por "cortesía parlamentaria", cede senadores a los "que rompen España", ERC y Convergencia, para que puedan tener grupo en el Senado, ya que por sí mismos no suman los suficientes escaños. Y en el Congreso, pese a que no cumplen ni con el número mínimo de diputados, ni con el porcentaje de votos, también se les permitirá tener grupo, "porque es lo que siempre se ha hecho". ¿No es un escándalo? ¿No es el colmo que el único grupo al que se niegue hasta el derecho a respirar sea a Podemos, por encima incluso de los partidos que están en Cataluña en pleno desafío al Estado? Piensen en ello y deduzcan en qué manos estamos aún y en qué manos hemos estado.

Humanamente se entiende, claro. Para los partidos viejos y sus caducos dirigentes el peligro nunca han sido los que puedan "romper España". De hecho, tanto PSOE como PP se han entendido siempre a las mil maravillas con los nacionalistas vascos y catalanes, cada vez que han necesitado sus votos. El peligro es Podemos y lo que representa Podemos: una forma diferente de entender la política en la que ellos difícilmente tendrán cabida, porque son imposibles de reciclar. La casta política que llevamos aguantando tantas décadas es puro siglo XX: sin principios, amoral, ajena a la gente a la que debería representar. Y estamos en el siglo XXI. El siglo en el que nos toca reinventar la política y rescatarla de las pringosas manos de quienes la han puesto al servicio de los poderes económicos. Se entiende que estos estén muy nerviosos. Y que azucen a los políticos viejos para que traten de exterminar a los nuevos. Lo malo para ellos es que la historia carece de marcha atrás. El futuro son las rastas de Podemos, la coleta de Pablo y el niño de Carolina. El pasado son los políticos corruptos, como ese de Segovia que acaban de reelegir o su cómplice, el exdiputado por el PP de Zamora Gustavo Arístegui; las estériles vicepresidentas con coche oficial como Celia Villalobos en el Congreso (o Ana Sánchez en Castilla y León); o los representantes carentes de la más mínima conciencia social.

Produce tristeza que en este panorama de lo viejo que se pudre frente a lo nuevo que florece Zamora haya insistido en apostarlo todo, otra vez, a lo viejo. Empieza a recibir su castigo: Mariano anda hoy por aquí.

(*) Secretario general de

Podemos Zamora