Vuelvo con frecuencia al lugar del trauma y sé que uno nunca debe volver solo; lo dice Rojas Marcos en su libro "Eres tu memoria", a propósito de la enorme tragedia de las torres de Nueva York: "La memoria de los traumas es como un barrio peligroso. Mejor no ir solo. También yo vuelvo acompañada pero sola en mi encuentro con el dolor; nadie puede acompañarte en el viaje interior a la batalla de superarlo. Podría creerse que el tiempo lo borra todo y que después de 57 años, el recuerdo se ha debilitado y la herida ha cicatrizado. Nada más lejos de la realidad.

Una intensa emoción se apodera de mí cuando desde la curva de la bandera el coche enfila Cuesta Grande y el lago se muestra ante mis ojos con toda su sublime belleza, pero con toda su enorme tristeza. Ahí, muy cerca de la carretera tan próxima y paralela a él, está la sima más profunda de la cubeta y por tanto el lugar donde es lógico pensar que son arrastrados gran parte de los elementos sumergidos en sus aguas. Me inunda la sensación de estar ante una fosa común, ante el cementerio sagrado donde aquellos vecinos nuestros descansan desde hace 57 años. Sus rostros y las vivencias comunes se agolpan en mis recuerdos y me llenan de una sombra oscura y a la vez de una enorme ternura que me traslada en seguida a otras realidades y siento que he vivido siempre con ellos a pesar de haberse ido hace tanto tiempo. Nuestro lago, el bello y majestuoso lago que tan profunda e íntimamente se integraba en las vidas de cuantos nacimos en su entorno más próximo, guarda celosamente en su seno los restos de los que fueron arrastrados hasta él aquella noche trágica.

Algunos de ellos, los de más edad, trabajaron ahí abajo en el Balneario de Bouzas entre los años veinte y cuarenta, en ese rincón mágico donde tantos personajes ilustres y otros menos conocidos quedaron atrapados por tanta belleza, como el insigne escritor Miguel de Unamuno que mezcló leyenda y realidad futura, identificó Ribadelago y Valverde de Lucerna, la real y la legendaria:

Ay Valverde de Lucerna

hez del lago de Sanabria

no hay leyenda que dé cabria

a sacarte a luz moderna.

Se queja en vano tu bronce

en la noche de San Juan

tus hornos dieron el pan

la historia se está en su gonce.

Servir de pasto a las truchas

es aún muerto amargo trago,

se muere Riva de lago (sic)

orilla de nuestras luchas.

En lo alto de la cuesta de A Viquiella imagino el precioso monumento a las víctimas creado en el año 1960 por el escultor manchego José Luis Sánchez, pensado para esta ubicación perfecta; obra espiritual y evocadora de esencias profundas y eternas hecha con materiales puros y sencillos, hierro y cemento, como sencillo y hondo era su artífice. Aquí, recortado sobre el lago y las montañas de donde vino el agua, hubiera sido un hermoso legado para nosotros y un recordatorio para cuantos visitan nuestro pequeño mar, ajenos casi siempre a lo que esconden sus aguas y al precio que se pagó para que él no fuera convertido en otro pantano. Pero la obra nunca se llegó a colocar en su sitio, ni en ningún otro. Dividido en partes, dos de sus figuras se aprovecharon para el retablo de la nueva iglesia, otra se colocó en un lugar cercano donde pasa desapercibida y el resto no sé dónde fue a parar. ¿A quién no le interesó que el monumento recordara la historia y las víctimas del progreso de los años cincuenta? ¿Quién no quiso que se perpetuara ese recuerdo y se removieran las conciencias sobre lo ocurrido? Nos consuela poder disfrutar de parte de esta hermosa obra de arte. Hubo donaciones que nunca llegaron. Solo el fresco de María Antonia Dans permanece silencioso en el lugar donde lo ejecutó su autora.

A medida que nos acercamos al pueblo, una ola de intensa nostalgia sube desde lo más profundo de mi ser. Aparece el pueblo nuevo, fantasmal, impactante en este paraje, ajeno a él, divorciado del paisanaje, separando arquitectura y vida, símbolo del engaño que sufrimos -lo que nos dieron por las pérdidas apenas llegó para pagar las casas que nos habían prometido como regalo de Franco- todo blanco y todo uniforme, húmedo y sombrío siempre, oscuro en estos días invernales, hecho en algunas de nuestras tierras que se habían salvado; eso sí muy cerquita del lago, y de los vecinos desaparecidos. La mayoría de los supervivientes nunca se sintieron a gusto ni reconocieron como algo propio este pueblo de verano andaluz.

Pasamos de puntillas por él hacia el lugar donde nacimos, hacia las ruinas, buscando nuestro paraíso perdido que jamás volveremos a encontrar. "Aunque nada puede hacer volver la hora del esplendor en la hierba/ de la gloria de las flores/ no debemos afligirnos/ pues encontraremos fuerza en el recuerdo". ( W. Worcdsworth)

Me gusta recorrer a pie el camino desde la entrada del pueblo hasta el final, donde los restos de la iglesia permanecen cada vez más esquilmados, más insignificantes, rodeados de suciedad y abandono. Al deambular por este territorio de muerte y desolación, concentro mi memoria en los amigos que habitaron estos lugares vacíos y tristes: El barrio de a Ribeira, la calle Don Antonio, La Moral, La Senara, el Barrio Bajo, San Juan y la Peña Puente, donde la contundente escultura del zamorano Ricardo Flecha ocupa ahora el lugar por antonomasia de nuestros juegos infantiles, complementaria de aquella más espiritual y etérea de José Luis Gómez, que nunca veremos; ambas hermosas en su contenido contrapuesto, muerte aquella, vida esta, representada en la mujer coraje elevando a la esperanza el bebé que lleva en brazos y que tanto recuerda una imagen real de aquellos días negrísimos de hace ahora 57 años: Gregoria, María, Socorro y otras madres y abuelas, recorrieron las ruinas con su bebé en brazos, hoy hombres y mujeres de 57 o 58 años; que tomaron sobre ellas la difícil carga de seguir adelante y restablecer la vida que nos habían roto a todos. Ellos, los bebés, fueron entonces la luz y la esperanza de futuro y hoy deben coger el testigo e impedir que el espíritu del pueblo muera del todo.

Las cruces que recuerdan a las víctimas en el lugar donde fueron arrancadas junto con sus casas jalonan este camino que tantas veces recorrimos en nuestra ya lejana infancia, aunque muy próxima en el recuerdo, rota brutalmente por el desgarro de aquel horror.

El silencio sigue siendo nuestro más leal compañero. "Hay cosas que son para llevarlas a cuestas uno solo como una cruz de martirio y callárselas a los demás porque en la mayoría de los casos no nos sabrían entender", escribió nuestro premio nobel Camilo José Cela.

Algunos supervivientes no volvieron nunca, no pudieron soportar el dolor del abismo abierto en su vida, otros nunca se quisieron ir y otros hemos luchado entre una y otra opción; pero siempre volvemos, a veces no sabemos muy bien a qué, pero lo importante es volver. Y todos llevamos la memoria de los lugares entrañables y desaparecidos donde nacimos y vivimos con aquellos amigos y familiares aquella vida sencilla, intensa y que recordamos dulce, que nos fue arrebatada aquella noche sin luz y con niebla. Solo existen en nuestra memoria; dejarán de existir definitivamente cuando el último superviviente muera.

Hace siete años, sobre la que fue la hermosa pradera del Prao, ahora un terraplén, se celebraron solemnemente los actos de conmemoración del 50 aniversario. Fue un punto de inflexión en el proceso imposible de la aceptación de la pena. Por primera vez miramos la tragedia de frente y se abrió un poco nuestro corazón. Parte de la amargura se convirtió en ternura y se habló más entre nosotros de aquel abismo que nos sepultó y de nuestros seres queridos ahogados. Los supervivientes ocupamos un lugar preferente, tuvimos voz y fuimos escuchados. Nuestras instituciones nos acompañaron, nos prometieron ayuda y protección, nos sentimos reconfortados, apoyados y tuvimos de verdad la esperanza de que, aunque tarde, se compensara parte del olvido anterior.

No se han cumplido las promesas. El Museo de la Memoria, que es necesario para luchar contra el olvido, no se ha hecho. Tampoco se han atendido las múltiples necesidades del pueblo: caminos, jardines, limpieza, restauración, mantenimiento de edificios públicos. La constatación de este abandono aumenta nuestra pena y nos hace sentir solos y olvidados. Como siempre. Conocimos otros tiempos en que todo era orden y armonía. No hay recompensa por nuestro sufrimiento, hemos aportado y seguimos aportando mucho y revierte poco en nuestra ayuda.

Solo tenemos nuestros recuerdos, nuestro silencio y nuestras ruinas, que visitamos una y otra vez en una especie de ensoñación entre el pasado y el presente, entre la vida y la muerte. Me inunda la sensación de estar ante una fosa común, ante el cementerio sagrado donde aquellos vecinos nuestros descansan desde hace 57 años entendemos con nuestros silencios. En el lago, en el recuerdo de aquellos seres queridos, en los paisajes que habitamos y el respeto a nuestros antepasados, encontramos nuestra motivación. Nuestra memoria es nuestro tesoro y debemos trasmitirla, porque "si rompemos el vínculo con nuestro pasado se generará un problema trágico para las próximas generaciones. Nunca conocerán su historia" (R. Muti).

Esperamos siempre y con el poeta Ángel Valente deseamos: "Que no se quiebre todavía el hilo sin fin de la esperanza y la memoria viva bajo la luz tendida de la tarde".

(*) Superviviente de la tragedia de Ribadelago