No es que nos quejemos de vicio, es que no llegamos a entender qué hace falta que suceda para que determinados dirigentes políticos lleguen a abandonar el cargo. Qué debe ocurrir para que reconozcan que se han equivocado. Qué debe acontecer para que admitan que los ciudadanos no están de acuerdo con su modelo de actuación. Ciertamente no lo sabemos, porque no parece ser suficiente haber mentido, o apoyado a personajes nefastos, o protegido a corruptos consumados, o promocionado a incompetentes manifiestos. Tampoco parece suficiente tener alcaldes en el trullo, o consejeros en chirona, o presidentes de diputación entre rejas, o exministros procesados. No parece suficiente ninguna de estas cosas, porque todos aguantan el chaparrón y siguen ligando bronce en playas, montes y praderas o en cabinas con rayos UVA. De manera que solo la estricta aplicación de la ley está sirviendo para ir eliminando esa lacra que ha mancillado el honor que conlleva ocupar determinados cargos. Solo el peso de la justicia está siendo capaz de mover del sillón a determinados caciques y oligarcas que abren o cierran puertas en la adjudicación de contratos, que dejan o no que fluya el caudal de las decisiones, que proponen o aprueban determinadas páginas del BOE o de las autonomías. Mientras tanto, los aparatos de los partidos justifican no tomar medidas contra ese tipo de personajes amparándose en que los desmanes por ellos cometidos no se encuentran tipificados en sus reglamentos de régimen interno: algo tan fútil como admitir que no se puede pasear por Santa Clara si no es presencia de un abogado y tan alejado del sentido común como un pingüino del desierto del Sáhara.

Pero, eso sí, a la hora de defender las poltronas, esos mismos personajes hacen alarde de una aparente dignidad que pretende obnubilar a la gente de buena fe. Para contribuir a ello, ahora han inventado eso de las "líneas rojas que no van a permitir que sean traspasadas": unas "líneas rojas" que a veces corresponden a una interpretación sui generis de las libertades y otras a grandes eslóganes cocidos en la cocina de los partidos y usados a modo de los grandes almacenes como "el día de los enamorados". Pero, eso sí, de manera que puedan hacer ver que su conciencia es tan escrupulosa que no deja hueco para las líneas rojas de los demás. Y es que a cada uno le duele lo suyo y no otra cosa. Así que, unos y otros, están tan contentos de haber ideado eso de las líneas rojas, que también pueden llegar a ser moradas, azules o naranjas, como la unidad indisoluble de España, la modificación de la Constitución o el referéndum de Cataluña.

Se echa de menos que con el comienzo del nuevo año, en el que todo el mundo suele hacer buenos propósitos, no hayan caído en la cuenta de incluir algunas de las reivindicaciones ciudadanas, como lo puedan ser la implantación de la democracia interna en los partidos o la reestructuración de las instituciones, cuya obsolescencia, sobredimensión, deficiente organización o falta de productividad lo están pidiendo a gritos. Pero nadie osa ponerlas en cuestión, por aquello de que los amigos, familiares y simpatizantes que allí se encuentran estratégicamente colocados no lleguen a molestarse y les dé por cambiarse de asiento.

De manera que si a alguien le diera por aplicar a esas líneas rojas el lenguaje matemático de los conjuntos, vería una serie de conjuntos disjuntos, ya que cada partido solo está dispuesto a usar las líneas rojas propias. Solamente en casos excepcionales podría haber una mínima zona de intersección que correspondería a esa garrapata endémica de querer ser dueño del cotarro o señorito del cortijo, porque el resto de los espacios aparecerían ocupados por un arco iris de líneas rojas, azules, moradas, o naranjas, o de cualquier otro color, ocultando esa altura de miras que todos reclaman, pero que ninguno practica.