Si hay una palabra que escuchamos repetidamente en los últimos tiempos esa es emprendimiento. Tanto es así que la empleamos como habitual sinónimo de la actividad ejercida por cualquier persona ante la falta de una salida laboral por cuenta ajena. De todo habrá, pero si acudimos al diccionario nos encontramos con que emprendimiento es lo que explica el inicio de una actividad que exige esfuerzo o tiene cierta envergadura. "El emprendimiento requiere estar dispuesto a tomar riesgos relacionados con el tiempo, el dinero y el trabajo arduo", apunta otra acepción; o la que define el término "emprendedor" como adjetivo de quien "emprende con resolución acciones dificultosas o azarosas". Dicho esto, podríamos sostener que, por ejemplo, los misioneros son personas emprendedoras porque su trabajo exige no poco esfuerzo o capacidad de resolución para acometer acciones de trascendencia.

Tendemos, por tanto, al uso común de una terminología más amable para definir lo que viene siendo un empresario de toda la vida, aquella persona dedicada a la producción mercantil, industrial o cualesquiera otro negocio. Basta recordar que en España el 99,3 por ciento de las empresas tienen menos de 10 trabajadores, que solo el 0,1 por ciento suma más de 250 empleados y que un exiguo 0,6 por ciento contabiliza entre 50 y 250. Pero en lugar de utilizar el vocablo empresario, por minúscula que sea su actividad, empleamos el término emprendedor, que es más "snob" y evoca menor rechazo.

Más allá del incorrecto uso del lenguaje, lo verdaderamente preocupante es la intención de eclipsar la palabra empresario. Y la responsabilidad de ello recae, sobre todo, en un sistema educativo que proyecta una imagen negativa de esa profesión. La escuela no genera pasión por esta actividad o por el emprendimiento empresarial, algo que no sucede en países de nuestro entorno. Y por ello tratamos de disimular lo que, incomprensiblemente, parece avergonzarnos con un lenguaje eufemístico y engañoso.