Apenas acabábamos de salir del instituto y aún no habíamos memorizado los pasillos y recovecos de la universidad cuando el profesor de Teoría de la Literatura nos puso el famoso "Aguiar e Silva" en las manos y nos dijo que hasta que no hubiéramos leído, estudiado, comprendido y garabateado dicho libro no pisáramos su clase. No necesito explicar aquí lo que significaba ese estupendo manual para los párvulos universitarios, ya que cualquiera medianamente ilustrado lo tendrá tan anotado y tan subrayado como yo. En fin: antes de cumplir los veinte mis compañeros y yo podíamos presumir de tener una idea clara de lo que significaba la Teoría Literaria o, en otros términos, la Crítica Literaria.

La teoría fue completándose con otros nombres que aún resuenan en mi cabeza con la admiración de lo mítico: Jakobson, Spitzer, Vossler, Wellek, Ransom, Curtius, y un larguísimo etcétera, entre los que uno finalmente escogía a sus favoritos. En mi caso, la devoción teórica se concentró en Gustave Lanson y el historicismo. Durante los años de estudio filológico, en realidad y por lo que toca a la literatura, no hicimos sino leer crítica literaria. Desde luego nos sobrecogía el genio de buena parte de los autores que estudiábamos (clásicos, medievales y renacentistas, en aquella época), pero admirábamos verdaderamente a los críticos que nos enseñaban en qué consistía aquel genio. Creo que he leído pocas páginas tan emocionantemente inteligentes como las de Alan Deyermond, uno de mis profesores favoritos. Gilson, Stern, Russell, Canavaggio, Berlin, Gies, Sebold y un larguísimo etcétera componían el ilustre catálogo de nuestras admiraciones críticas. También reconocíamos el talento crítico en algunos profesores españoles. Desde luego, no se pueden dejar de admirar nombres como Aranguren, Castro, Marañón, Marías, Abellán, Alonso, Rico, Gullón, Riquer, Alarcos, Carnero, Mainer, etcétera.

La característica principal de todos estos nombres -y muchos otros, de los que uno ha ido aprendiendo mal que bien lo poco que sabe- es su vocación filológica. Y por filología entendemos la "ciencia que estudia una cultura tal como se manifiesta en su lengua y en su literatura, principalmente a través de los textos escritos". La crítica literaria, por tanto, se conformaba como una disciplina que situaba la obra literaria en su contexto histórico e intelectual, así como en su tradición artística y ponía de relieve los aspectos (historia, estilística, retórica, filosofía, etcétera) que permitían comprenderla en toda su amplitud.

Para quienes hemos admirado el trabajo crítico de estos grandes nombres, para quienes hemos aprendido lo poco o mucho que sabemos en sus páginas, y para quienes somos conscientes de las dificultades de la crítica literaria, es una verdadera tortura asistir al desfile de ignorancias, infantilismos y necedades que un día tras otro nos ofrece la llamada "crítica" que aparece en medios dedicados presuntamente a la cultura y la literatura. La incompetencia crítica nace esencialmente de una formación muy deficiente, pero también de la incapacidad o el talento para leer y entender las obras literarias con criterio, de la ignorancia de los fundamentos de la crítica literaria y, en otro sentido, de la necesidad de hacerse un hueco en un mundo feroz y con pocos medios como el mundo cultural. Aferrados como tristes mejillones al inmanentismo -que no es más que pereza en la indagación- y a cuatro conceptos manidos de los años setenta, desfilan por suplementos culturales y supuestas revistas literarias en internet toda una caterva de aficionados dispuestos a convertir una de las disciplinas filológicas más relevantes en una pura cochambre. Textos mal escritos (incluso con faltas de ortografía), valoraciones simplonas, opiniones de tasca, topicazos de saldo, crítica ad hominem, evaluaciones pedestres... Un estercolero intelectual en el que apenas pueden espigarse algunos textos dignos.

Dice mucho del estado de nuestra cultura que para ser crítico literario no se exijan los más mínimos conocimientos filológicos y que para llamarse tal baste con el engreimiento y la vanidad de creer que la opinión propia y las ocurrencias personales merecen ser tenidas en cuenta.

(*) Ganador Premio Nadal 2015